Hace casi seiscientos años fue juzgada por un poder extranjero en su propia patria.
Por: Gonzalo Abadie | Fuente: Religión en Libertad
Fue
juzgada por un poder extranjero en su propia patria, hace casi
seiscientos años. Inglaterra decidió que no debía quedar el menor
vestigio de su cuerpo, y que aún su memoria fuera destruida. Por eso,
una vez que la muchacha cayó cautiva en sus manos, los ingleses
desistieron de ejecutarla de inmediato, porque —pensaban—, eso podía
volverse como un búmeran en su contra, pues no haría sino catapultarla a
las alturas y ensalzar su fama de heroína a las glorias del martirio.
En
su lugar, y a pesar del miedo que les producía la posibilidad de que la
legendaria prisionera se les pudiese escapar, prefirieron simular un
proceso inquisitorial en el que su condena estuviera asegurada antes de
comenzar el juicio, y al cabo del cual Juana de Arco fuera
desenmascarada como hereje mentirosa digna del suplicio. Una bruja, una
hechicera, una embaucadora que había engañado a los franceses
pretextando escuchar voces procedentes del Cielo, cuando en realidad —a
esta conclusión debían arribar— no se había tratado sino de influencias
demoníacas.
En
realidad, el asunto religioso en sí les importaba un rábano. Inglaterra
necesitaba matar a Juana para saciar su deseo de venganza por una
parte, y por otra, por motivos políticos. El odio contra ella era
tremendo, pues aquella jovencita los había desairado dejándolos en
ridículo con tan solo 17 años. Una aldeana analfabeta que en su vida
había salido de su pueblito de apenas cuarenta casas, se había
convertido de la noche a la mañana en jefa del ejército francés. Ni
siquiera una mujer. Apenas una jovencita vestida como varón que se movía
a sus anchas por el campo de batalla montada en su caballo blanco,
portando un gran estandarte, venerada por capitanes y soldados,
obedecida por todos, audaz y resuelta, distinguida por un singular genio
militar que dejaba patitiesos a los experimentados jefes franceses cada
vez que daba a conocer su estrategia, la cual resultaba desconcertante
por la osadía o extrema peligrosidad que representaba.
Como
sucedió en Orléans, cuando los jefes franceses, perplejos al escuchar
el plan de la recién llegada, resistieron sus órdenes por lo
descabelladas que les resultaban, y recibieron una terminante respuesta,
tal como era su estilo de pocas palabras, pero palabras de acero:
«Ustedes han tenido su consejo, yo tengo el mío; y crean que el consejo de mi Señor se cumplirá y triunfará y que el vuestro fracasará»
Eran
momentos dramáticos, pues, tras la ciudad, caería el reino de Francia,
que se encontraba sin rey, y postrado, derrotado militar, política y
moralmente. Venía arrastrando una larga y penosa contienda —la Guerra de
los Cien Años—, machacados una y otra vez por Inglaterra, que pretendía
apoderarse de la corona francesa que reclamaba para sí, y que creía ya
tener casi en su puño. Por si fuera poco, los franceses se habían
enfrascado en una guerra civil, y alguna región, como la de los
borgoñones, había hecho alianza con los ingleses. Cansados de tanta
lucha, de perder tanto y durante tanto tiempo, malquistados unos con
otros, habían bajado la cabeza, y habían aceptado el yugo del ejército
invasor. El caos político auspiciaba el pillaje y favorecía la suerte de
los bandidos. París estaba con los ingleses, y la famosa Universidad de
la Sorbona se había involucrado hasta los tuétanos en el Tratado de
Troyes, pocos años antes, por el que se había declarado heredero del
trono de Francia al rey inglés y a sus sucesores.
De
este modo, el destino del errante, debilitado y cobardón delfín (así se
llama al príncipe heredero francés) se presentaba más que negro. Para
poder despejarles todavía más el camino a los ingleses, su propia madre
lo tachó de bastardo, y de esta manera, lo dejaba fuera de toda
aspiración a convertirse en rey de los franceses. Reducido casi a la
nada, zangoloteado por tantas calamidades, el delfín (futuro Carlos VII)
deambulaba de aquí para allá con la breve esperanza de diferir al menos
el golpe fatal, moviéndose sigiloso de un punto a otro para no caer en
la ratonera, mortificado por la duda de si gozaba siquiera de los
derechos legítimos sobre la corona. No solo no tenía certezas de adónde
ir, sino, tampoco, de dónde venía. El que creía su padre había muerto
desquiciado por la locura; la que creía su madre lo traicionaba.
Sólo
Orléans, que desde hacía siete meses libraba solitaria una resistencia
feroz y desesperada, mantenía la llama encendida de quienes aún
aguardaban la milagrosa liberación del reino. Fue en esta hora precisa y
sonada que se cruzó en el camino del delfín una campesina que decía
estar asistida por la voz de Dios que le ordenaba liberar a Francia y
coronar como rey al desanimado delfín. Y este detalle trastornará el
plan que los enemigos de Francia —Inglaterra, la Sorbona y los
borgoñones— creían ya consumado. Y estos mismos enemigos la llevarán a
la hoguera. No solo para perder su cuerpo, sino también su crédito. Pues
desopinar a Juana era quitarse de encima a Carlos VII, cuyo acceso al
trono se fundaba en la voluntad de Dios, quien, contrariando la calumnia
materna, defendía la legitimidad del delfín.
Fuente - Texto tomado de ES.CATHOLIC.NET: