Según la opinión de algunos orientalistas, la Virgen María nació el 8 de septiembre (Tisri), primer mes civil de los judíos.
Nazareth, patria de una Virgen, cuna de un Dios, envuelto aún con los últimos crespones de la noche, duerme tranquilo a un extremo del pintoresco valle de Esdrelón.
¡Nazareth azulada paloma de Oriente que formaste tu nido a la sombra del Hermón para embriagarte con el perfume que te envían los floridos campos de Canaán, que fueron en un tiempo el codiciado jardín de la tribu israelita de Zabulón!
¡Nazareth, modesta azucena de los valles, en cuyo cáliz depositó Dios la perla de Oriente, el grano de oro del Cristianismo!
Una niña, hermosa como la estrella de la mañana, acaba de respirar el primer soplo de vida. Su cuna no se cubre con las ricas colchas de Egipto ni se adorna con el oro de Persia. Sus pañales no se perfuman con la esencia del nardo, ni se enciende mirra y aceite balsámico en los pebeteros de plata, como hacen los príncipes hebreos. Pobre y tosco lino cubre sus delicadas carnes. Una choza la alberga y humildes mujeres del pueblo rodean su cuna y reciben su primera sonrisa.
Y sin embargo, aquella débil criatura ha nacido destinada a ser la Reina de los Cielos, la Madre de los Ángeles, la Esposa de Dios. Los conquistadores de la tierra depondrán los cetros a sus plantas, los reyes doblarán ante Ella sus altivas frentes, y los afligidos, implorando su protección, irán a adorarla de rodillas ante los altares levantados por la fe cristiana.
Porque Ella será:
"Un tronco recto y brillante en que no se ha de encontrar jamás, ni el nudo del pecado original ni la corteza del pecado actual" (San Ambrosio).
Su nombre será para los afligidos:
"Más dulce a los labios que un panal de miel, más lisonjero al oído que un suave cántico, más delicioso al corazón que la alegría más pura" (San Antonio de Padua).
Oración de Amor hacia María
¡Reina del cielo y de la tierra!
¡Madre del soberano Señor del Universo!
¡Criatura la más sublime, excelsa y amable!
Es verdad que muchos ni te conocen ni te aman;
pero miríadas de ángeles y santos en el cielo te aman
y no cesan de cantar tus alabanzas y aún en la tierra
¡cuántos felizmente se consumen en tu amor
y andan de tu bondad enamorados!
¡Ojalá te amara yo también, mi amable Señora!
¡Quién me diera el pensar siempre en ti,
servirte, alabarte y honrarte, y trabajar
para que de todos fueras honrada y amada!
Has llegado a enamorar a Dios,
y con tu belleza por decirlo así,
lo has atraído del seno del Eterno Padre,
y lo has hecho venir a la tierra
para hacerse hombre e Hijo tuyo.
Y yo, pobre gusanillo, ¿viviré sin amarte?
También yo te quiero amar de verdad,
y hacer cuanto pueda por verte amada por todos.
Ya ves, Señora, el deseo que tengo de amarte,
ayúdame para cumplirlo.
Se que a tus amantes, tu Dios los mira complacido;
Él, después de su gloria,
nada desea más que la tuya,
verte honrada y amada por todos.
Toda mi dicha la espero de ti, Señora,
tú me has de obtener el perdón de todos mis pecados,
tú, la perseverancia;
tú me has de asistir en la hora de la muerte;
tú me has de librar del purgatorio;
tú, en fin, me has de conducir al paraíso.
Todo esto han esperado de ti los que te aman,
y ninguno se ha visto defraudado.
Lo mismo espero yo,
ya que te amo con todo el corazón,
y sobre todas las cosas, después de Dios.
Amén.
San Alfonso María de Ligorio