La Presencia Real
Dios se hizo hombre para redimir al género humano. Antes de morir, quiso dejar a sus discípulos y a los hombres del mundo entero una muestra de su amor, dando a todas las almas su Cuerpo y Sangre, escondidos bajo las especies de pan y vino.
En cada Misa, el sacerdote renueva el milagro que Nuestro Señor operó en la víspera de su muerte en el Cenáculo, al transustanciar en el momento de la consagración, el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre de Jesucristo.
Por lo tanto, en el altar después de la Consagración existe sólo la sustancia del Cuerpo de Jesucristo privada de las especies humanas y revestidas de las del pan; y las especies del pan privadas de su propia sustancia, pero conteniendo la sustancia del Cuerpo de Jesús.
Todos los días, en las Misas, Jesucristo se ofrece en sacrificio a Dios Padre por los hombres y por nuestras intenciones.
Jesús le dijo a Santa Matilde (religiosa benedictina alemana del siglo XIII):
"He aquí lo que haré por aquel que asiste a Misa con celo y devoción: Le enviaré en la hora de la muerte, para consolarle, defenderle y para hacer un cortejo de honra a su alma, tantos nobles personajes de mi corte celestial como Misas haya asistido en la tierra".
La agitación de la vida moderna, la búsqueda desenfrenada de placeres y la pérdida del sentido de jerarquía, llevan muchas veces a los hombres a poner en un mismo plano la ida a Misa con los otros quehaceres e, incluso, en un plano inferior.
¿Cuánta gente no cambia la Misa por un programa de televisión, por un partido de fútbol o por una visita a un pariente o amigo?
Si el hombre contemporáneo comprendiese el valor infinito de la celebración de la Eucaristía, las iglesias volverían a llenarse.
Texto tomado del Libro:
Jesucristo con nosotros en la Eucaristía - Caballeros de la Virgen