Memoria de san León I, papa, doctor de la Iglesia, que nacido en Etruria, primero fue diácono diligente en la Urbe y después, elevado a la Cátedra de Pedro, mereció con todo derecho de ser llamado "Magno", tanto por apacentar a su grey con una exquisita y prudente predicación, como por mantener la doctrina ortodoxa sobre la encarnación de Dios, valientemente afirmada por los legados del Concilio Ecuménico de Calcedonia, hasta que descansó en el Señor en Roma, donde en este día tuvo lugar su sepultura en San Pedro del Vaticano (461).
El Papa León, que nació en Toscana a fines del siglo IV, es recordado en los textos de historia por el prestigio moral y político que demostró ante la amenaza de los Hunos de Atila (a los que logró detener sobre el puente Mincio) y de los Vándalos de Genserico (cuya ferocidad mitigó en el saqueo de Roma del 455). Elevado al solio pontificio en el 440, en sus 21 años de pontificado (murió el 10 de noviembre del 461) llevó a cabo la unidad de toda la Iglesia alrededor de la sede petrina, impidiendo usurpaciones de jurisdicción, arrancando de raíz los abusos de poder, frenando las ambiciones del patriarcado constantinopolitano y del vicariato de Arles.
Desafortunadamente, no existen muchas noticias biográficas de él. Al Papa León no le gustaba hablar mucho de sí en sus escritos. Tenía una idea elevadísima de su función: sabía que encarnaba la dignidad, el poder y la solicitud de Pedro, jefe de los apóstoles. Pero su posición de autoridad y la fama de rigidez y hieratismo no le impedían comunicar el calor humano y el entusiasmo de un hombre de Dios, que se notan por los 96 sermones y por las 173 cartas que han llegado hasta nosotros. Sobre todas las homilías nos muestran al Papa, uno de los más grandes de la historia de la Iglesia, paternalmente dedicado al bien espiritual de sus hijos, a los que les habla en lenguaje sencillo, traduciendo su pensamiento en fórmulas sobrias y eficaces para la práctica de la vida cristiana.
Sus cartas, por el estilo culto, demuestran su rica personalidad. De espíritu comprensivo y previsor, se destacó también por su impulso doctrinal, participando activamente en la elaboración dogmática del grave problema teológico tratado en el concilio ecuménico de Calcedonia, pedido por el emperador de Oriente para condenar la herejía del monofisismo.
La estabilidad de la Iglesia descansa sobre una piedra inamovible
Corría el año 440 cuando sobrevino el fallecimiento del Papa San Sixto III. El cónclave eligió como sucesor a León, arcediano de la Iglesia romana y consejero pontificio, que en aquel tiempo ya era muy estimado y admirado por "su sabiduría teológica, su elocuencia magnificente y su diplomacia habilísima". Sin embargo, el recién electo se encontraba en la Galia como delegado papal, por lo que tardó en llegar a Roma, al tener que atravesar los Alpes. Por eso sólo pudo ser investido el 29 de septiembre, en medio de manifestaciones de júbilo y bienquerencia del clero y del pueblo.
No obstante, nadie de los que le aclamaba podría tener una noción exacta de las ingentes luchas y dificultades por las que habría de pasar a lo largo de sus 21 años de pontificado. San León enfrentó la furia de las hordas invasoras que se lanzaban a la conquista de Europa y de Roma, así como la insidia de las herejías, no menos peligrosas para la Iglesia, sin perder nunca la certeza de que la estabilidad de la Iglesia descansa sobre una piedra inamovible, que no es la virtud natural de ningún Pontífice, sino la promesa que Cristo le hizo a Pedro cuando éste manifestó la fe en su divinidad y recibió de sus manos el Papado.
Un "león" ante la barbarie pagana
No acababa de derrotar a la perversidad de la herejía que intentaba desestabilizar a la Iglesia, cuando ya se perfilaba en el norte de Italia la barbarie pagana que avanzaba como un torbellino de fuego, sangre y devastación. Atila, el terrible jefe de los hunos, el "azote de Dios", había cruzado los Alpes, tomado Milán y Pavía, y estaba acampando en Mantua, con vía libre para atacar Roma, donde se encontraba una población aterrorizada y abandonada por sus gobernantes, incapaces de defenderlos. La esperanza de la urbe y del resto de la península descansaba sobre los hombros del Vicario de Cristo. Ahora no tendría que empuñar la espada de la palabra, a fin de confundir a los herejes, sino arriesgar su propia vida para salvar a sus ovejas.
San León se puso en camino con decisión, seguido por algunos cardenales y los principales miembros del clero romano. Revestido de las insignias pontificias y cabalgando sobre un humilde animal, se presentó delante de Atila y le intimó a que cesara aquella guerra de saqueos y devastaciones. Contra todas las expectativas humanas, el bárbaro recibió con temeroso respeto a ese anciano que iba a su encuentro sin armas y sin soldados; le prometió vivir en paz con el Imperio, mediante el pago de un pequeño tributo anual, y se volvió por donde había venido. Interpelado después por sus guerreros, que no comprendían aquel cambio repentino, el "azote de Dios" respondió:
"Mientras me hablaba, veía a su lado, de pie, a un Pontífice de majestad sobrehumana. De sus ojos salían rayos y en la mano tenía una espada desenvainada; su mirada terrible y su gesto amenazante me ordenaban conceder todo lo que solicitaba el enviado de los romanos".
Cuáles fueron las palabras del santo Papa al jefe bárbaro, no se sabe. Según cuenta un cronista contemporáneo, "se abandonó al auxilio divino, que nunca falta a los esfuerzos de los justos, y que el éxito coronó su fe". Desde lo alto del Cielo, San Pedro favoreció la misión de su sucesor, confirmándola con un milagro. "Este importante acontecimiento pronto se hizo memorable y permanece como un signo emblemático de la acción de paz llevada a cabo por el Pontífice". La victoria fue festejada con pompa y solemnidad en Roma y, para perpetua acción de gracias, San León mandó fundir la estatua de bronce de Júpiter Capitolino y hacer con ese metal una gran imagen del apóstol Pedro, que hasta hoy se venera en la Basílica Vaticana. Tres años más tarde, cuando Genserico, rey de los vándalos, llegó a las puertas de la Ciudad Eterna, fue una vez más ese santo pastor quien la salvó, logrando que el invasor no la incendiase ni derramase sangre.
Más poderosa es la llave de oro
Hombre de doctrina, de escritos y de palabra elocuente, supo armonizar Occidente con Oriente, dándole a la Iglesia su carácter universal. Varón de inigualable personalidad, contribuyó a reforzar la primacía de la Sede de Roma, gracias al prestigio y a la autoridad de su persona. Pontífice compenetrado de su misión, defendió la verdadera fe, seguro de que las obras realizadas por él no procedían de su capacidad humana sino de la abundancia de la gracia de Cristo.
Así era San León I, apodado Magno debido a la santidad majestuosa con la cual se distinguió a lo largo de su vida, legando a los siglos futuros una profunda enseñanza:
"La carne no es nada ante el espíritu (cf. Jn. 6, 63). Por peores que sean las situaciones de aflicción o de prueba por las que tenga que pasar la Santa Iglesia, el poder espiritual, entregado por Jesús a Pedro, hace brillar la verdad e imponerse definitivamente. De las dos llaves que adornan la tiara pontificia -de plata y de oro, símbolos del poder temporal y del espiritual-, la más poderosa es la de oro: las puertas del infierno no prevalecerán contra ella" (Mt. 16, 18).
Fuente - Texto tomado de ES.CATHOLIC.NET:
http://es.catholic.net/santoral/articulo.php?id=556
Fuente - Texto tomado de Heraldos del Evangelio - ES.ARAUTOS.ORG:
http://es.arautos.org/view/show/41794-san-leon-magno-el-gran-leon-de-la-iglesia
Fuente - Texto tomado de Heraldos del Evangelio - ES.ARAUTOS.ORG:
http://es.arautos.org/view/show/41794-san-leon-magno-el-gran-leon-de-la-iglesia