Narciso nació a finales del siglo I en Jerusalén y se formó en el cristianismo bebiendo en las mismas fuentes de la nueva religión. Debieron ser sus catequistas aquellos que el mismo Salvador había formado o los que escucharon a los Apóstoles.
Era ya presbítero modelo con Valente o con el Obispo Dulciano. Fue consagrado obispo, trigésimo de la sede de Jerusalén, en el 180, cuando era de avanzada edad, pero con el ánimo y dinamismo de un joven. En el año 195 asiste y preside el concilio de Cesarea para unificar con Roma el día de la celebración de la Pascua. A Narciso (“sabor” en griego) se atribuye el milagro de la transformación del agua en aceite para las lámparas de su Iglesia, que se habían quedado secas el día de la Pascua. El rigor y la firmeza con la que operó provocaron la ira de sus calumniadores.
Permitió Dios que le visitara la calumnia. Tres de sus clérigos —también de la segunda o tercera generación de cristianos— no pudieron resistir el ejemplo de su vida, ni sus reprensiones, ni su éxito. Se conjuraron para acusarle, sin que sepamos el contenido, de un crimen atroz. ¡Parece fábula que esto pueda pasar entre cristianos!
Viene el perdón del santo a sus envidiosos difamadores y toma la decisión de abandonar el gobierno de la grey, viendo con humildad en el acontecimiento la mano de Dios. Secretamente se retira a un lugar desconocido en donde permanece ocho años.
Dios, que tiene toda la eternidad para premiar o castigar, algunas veces lo hace también en esta vida, como en el presente caso. Uno de los maldicientes hace penitencia y confiesa en público su infamia. Regresa Narciso de su autodestierro y permanece ya acompañando a sus fieles hasta bien pasados los cien años (llegaría a cumplir 116 años). En este último tramo de vida le ayuda Alejandro, obispo de Flaviada en la Capadocia, que le sucede.
El vicio capital de la envidia presenta un cuadro de tristeza permanente ante la contemplación de los bienes materiales o morales que otros poseen. En lo moral, es pecado porque la caridad es amar y, cuando se ama, hay alegría con los bienes del amado. Cuando hay envidia no hay amor, hay egoísmo, desorden, pecado.
El envidioso vive acongojado —asi sin vida— por el bien que advierte en el otro y que él anhela tener. En ocasiones extremas puede llegar a convertirse en una anomalía psíquica peligrosa ya que lleva a la ceguera y desesperación cuyas consecuencias van de la maledicencia al crimen, pasando por la calumnia y la traición: el envidioso se considera incapaz de alcanzar las cualidades ajenas; la estimación que los demás disfrutan es considerada como un robo del cariño que él merece; en la eficacia del trabajo ajeno, acompañado de éxito y merecidos triunfos, el envidioso ve intriga y apaño.
Ayer y hoy hubo y hay envidiosos. A los prójimos toca sufrir pacientemente las consecuencias:
Sin olvidar que la envidia
fue la causa humana
que llevó al Señor al Calvario
¡Gracias, San Narciso,
porque me das ejemplo
de paciencia ante la cruz!
Fuente - Texto tomado de ES.CATHOLIC.NET:
Fuente - Texto tomado de VATICANINSIDER.LASTAMPA.IT: