ReL / 03 de julio de 2020
El racismo es solamente la excusa: detrás de la oleada de destrucción de estatuas en Estados Unidos y en todo el mundo se encuentra el odio a la historia de Occidente por parte de sus hijos, a quienes se les ha explicado una leyenda negra que reniega, cultural y vitalmente, de la figura paterna.
Así lo explica Claudio Risé, psicoterapeuta y psicoanalista que ha sido profesor de psicología de la educación y sociología de la comunicación en las universidades de Bicocca (Milán), Insubria (Varese) y Trieste-Gorizia, y ha colaborado con las principales cabeceras italianas, como L'Espresso, La Repubblica y, en Corriere della Sera, en el suplemento Io Donna con el blog Psiche Lui.
Según Risé, la ruptura con la figura paterna que caracteriza la cultura desde mayo del 68 se viene traduciendo desde hace muchos años -aunque ahora con esta expresión de odio y violencia- en el rechazo a las propias raíces. Lo argumenta en un reciente artículo en La Verità:
Pero, ¡qué racismo ni nada!...
Quien ataca las estatuas
intenta demoler la figura del padre
La furia contra las estatuas revela, sobre todo, la violencia del odio de quienes las destruyen. Los destrozos y las mutilaciones de los monumentos revelan, por parte de quienes los perpetran, su feroz impulso destructor contra algo fuerte y estable, como es de hecho la estatua y la vida de la persona a la que está dedicada. Es una protesta desesperada contra quien ha sido capaz de construir y cambiar el mundo, y durar en el tiempo.
La especial violencia de estos episodios revela que (técnicamente) no se trata de posiciones ideológicas o de pensamiento, sino más bien de accesos de locura destructora que, por lo que parece, se está difundiendo colectivamente, ayudada también por el hecho de ser presentada como una buena costumbre, o como una postura cultural o ideológica.
Al contrario: ni siquiera estamos en el ámbito de las sugestiones generalizadas o de las neurosis, sino en el de la psicosis. En estos episodios, lo que conquista la plaza y se homenajea públicamente se pone como ejemplo es la locura destructiva hacia la vida y sus manifestaciones en la historia y la sociedad.
Regresión infantil:
incapaces de reconocer
y valorar el esfuerzo de los antepasados
¿Por qué se ha desencadenado este autolesionismo y qué lo provoca? Son (también hoy) las sociedades enfermas y decadentes las que no aguantan la relación con su grandeza, con su historia. Para apreciar el pasado, es necesario haber sido iniciados en pruebas lo suficientemente duras y complejas como para reactivar las capacidades desarrolladas por los antepasados al construirlo.
La transmisión declamatoria, la estatua propuesta sin que quien la mira haya tenido que vivir un esfuerzo similar al de la persona en ella representada, es una celebración vacía, una renta parasitaria que no educa a quien la recibe, sino que más bien lo incomoda. Este es, efectivamente, el drama del Occidente contemporáneo. Tenemos estatuas, pero ya no queremos batallar ni hacer esfuerzos, ni siquiera simbólicos, que permitan un contacto vivo con esas experiencias.
Horacio, hablando del paso de Grecia a Roma, subrayaba que la transferencia del poder (translatio imperi) requería también la transferencia del saber (translatio studi). Sin embargo, a estos destructores de estatuas no se les ha transferido el saber, los conocimientos, la experiencia y la habilidad del personaje representado en la estatua.
El iconoclasta, más o menos conscientemente, lo percibe y sufre por ello; también por esto hay, en el acto psicótico, una regresión a la protesta infantil que precede a cualquier formación del Yo, y destruye la estatua. Mientras tanto, la sociedad continúa transmitiendo ignorancia y presentando su propio empobrecimiento como si fuera una acción cultural.
Del relativismo a la dictadura
El mismo fenómeno sucede en las familias: sólo los descendientes que se han formado con una buena dosis de esfuerzo y disciplina en la acción aprecian el valor de sus antepasados, como demuestran bien las dos formas presentes en la decadencia actual: el relativismo cínico acompañado de una dictadura pávida (la que, en la Grecia antigua, mandó a la muerte a Sócrates acusándolo de corromper a los jóvenes).
Naturalmente, el racismo no tiene nada que ver. Es la excusa utilizada para librarse de la propia historia, motivo de vergüenza no porque sea escandalosa o inmoral, sino porque es demasiado ardua (también desde el punto de vista ético, de la reflexión seria, no superficial, sobre el bien y el mal). Es como la "amante del abuelo", que todos conocen desde siempre y que tal vez es incluso algo deseada por los nietos, pero que es exhibida como culpa cuando hay que meter la mano a la herencia del anciano.
Ciertamente, en Estados Unidos el racismo existe, con todas sus ambigüedades, desde que el país fue fundado, y el intento de librarse de él lo hace aún más turbio. Sin embargo, en Europa, donde no existe (por lo menos hasta ahora, pero se sabe que el mejor modo para hacer que llegue es gritar "¡Al lobo, al lobo!"), desde hace al menos veinte años se derriban las estatuas de los protagonistas de la historia, y en las universidades se pide la damnatio memoriae de personajes del pasado valientes o que se consideran molestos.
La rebelión contra el padre
La protesta contra el racismo del pasado es el puritanismo del nuevo milenio respecto a los propios antepasados, el intento de devolver a Europa una virginidad imposible. Europa es demasiado antigua y rica para ser inmaculada: pedírselo confunde la historia del hombre con la historia de la Salvación.
Las violencia de Black Lives Matter ronda desde hace días la estatua de San Luis IX, Rey de Francia, en St Louis (Missouri). Grupos de católicos han acudido a protegerla rezando como barrera humana. Un joven sacerdote ordenado el año pasado, Stephen Schumacher, intentó explicar a los manifestantes contrarios la realidad histórica del homenajeado.
Derribar estatuas excelentes e incluir en el Índice textos y frases es también la forma que asumió en el nuevo milenio la "revuelta contra el padre" lanzada hace cincuenta años. Es sólo un eslogan, pero tan insensato como el de "Lenin, Stalin y Mao-Tse-Tsung" del 68 y años posteriores. Es el grito psicótico de una generación avergonzada por la ardua historia del mundo al que pertenece.
Un pasado que grava sobre ella, del que algo intuye, pero que no conoce verdaderamente porque la generación de sus padres, igualmente avergonzados, no se tomó la molestia de contárselo, más allá de alguna "imagen congelada", tan repetitiva y tan congelada que corre el riesgo de convertirse en modalidad sustituyendo, por ejemplo, la historia verdadera con una canción, incluso cogida del enemigo y, en esa época, también algo cantada, como es el caso de Bella ciao. Sin embargo, se sabe que si se deja de relatar la historia, la realidad y las cosas tal como son, el resultado es que nacen los monstruos, los miedos y las paranoias. Es decir, la locura.
La historia perdió ante la economía
¿Por qué ya no contamos la historia real desde hace 75 años y, en cambio, nos enfrentamos a historias absurdas, a locos que martirizan las estatuas de tipos intachables, a los que Trump tiene que amenazar con diez años de cárcel para que se calmen un poco?
El hecho es que poco después del final de la Segunda Guerra Mundial ya no había espacio para la historia de los hombres, sus ideales, sus esperanzas y pasiones, sus enfrentamientos y sus encuentros. En el lugar de la historia, quien volvió de la guerra encontró listo otro relato, omnipresente, que lo explicaba todo, lo condicionaba todo y eliminaba a todo el que no reconociera su primado: la economía (que, junto a la técnica, fueron las grandes vencedoras del conflicto). Lo que importaba, y era el centro de la vida occidental, era eso: la producción y la ganancia derivada del consumo. El resto ya no tenía importancia.
La decapitación de la historia occidental, reducida a un modelo de desarrollo materno, centrado en el consumo y la satisfacción de las necesidades (que hay que multiplicar sin descanso, también con las invenciones de la técnica) empieza en ese momento. Por suerte también, porque había que reconstruir todo un continente, lo que se llevó a cabo con gran celeridad y bien.
En El padre. El ausente inaceptable, Claudio Risé aborda con amplitud la crisis social provocada por la progresiva desaparición de la figura paterna como referencia en la educación y en las costumbres.
Sin embargo, falta algo indispensable. Falta, efectivamente, la historia, el pasado, el padre (el terrenal y el celestial). Y el recorrido accidentado y atormentado, pero hermosísimo, del judaísmo a Grecia, a Cristo, al mundo romano, a la Edad Media, al Renacimiento y la conquista del mundo por parte de este diminuto continente que es nuestra tierra. Faltan los padres que indiquen el camino recorrido y que enseñen cómo seguir adelante con valentía y esfuerzo. Por esto, los hijos, carentes de identidad y, por ende, de esperanza, derriban las estatuas de los padres del pasado. Por envidia, debilidad, rabia, desesperación. Por nostalgia de esa figura indispensable (hoy "incorrecta" y arrinconada), sin la cual no se puede vivir.
Traducido por Elena Faccia Serrano
Fuente - Texto tomado de RELIGIONENLIBERTAD.COM:
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