Nos asombra que el tema del posible adulterio esté totalmente ausente en estas condiciones objetivas, a pesar de ser una cuestión evangélica de máxima importancia de tal modo que se inserta en las antítesis del Sermón de la Montaña.
Julio 04 de 2015 - 9:14 a.m.
Juan Pérez-Soba
Doctor en Teología en matrimonio y familia
por el Pontificio Instituto Juan Pablo II
para los estudios de matrimonio y familia
Juan Pérez-Soba
Doctor en Teología en matrimonio y familia
por el Pontificio Instituto Juan Pablo II
para los estudios de matrimonio y familia
En su último artículo sobre el Sínodo en «Stimmen der Zeit» el Cardenal Kasper expresa una sorpresa muy significativa: «Sigue siendo un misterio para mí, como se ha podido objetar a esta [mi] propuesta, que significaba un perdón sin arrepentimiento. Eso es de hecho un verdadero sinsentido teológico» (1). Quisiera simplemente ayudar al Cardenal a resolver este misterio que de hecho le propuse en mi primera respuesta a su relación en el consistorio de cardenales.
Con gran claridad el cardenal nos indica que hay que poner como centro de cualquier acción pastoral con los divorciados vueltos a casar las palabras de Cristo. Él menciona en su artículo un aspecto esencial: «lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre» (Mt 19,9; Mc 10,9; Lc 16,18) que expresa la voluntad del Señor sobre el matrimonio. A esta afirmación habría que añadir el calificativo sobre el pecado que se comete: «Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera» (Mc 10,11). El pecado que la Iglesia reconoce en el que ha contraído una nueva unión tras un primer matrimonio es el de adulterio. Podría parecer algo obvio e irrelevante, pero no es así. De hecho la palabra adulterio prácticamente no aparece en todo el artículo del cardenal alemán. Hacer uso de esa palabra no es más que tomar el lenguaje evangélico con toda su «parresía» que va más allá de los convencionalismos sociales. Se trata de tomar su verdad sobre el amor humano como una luz de nuestra vida y que no tiene miedo de calificar los actos y hablar de pecado. Aclarar el tipo de pecado que se perdona es esencial para el mismo perdón y para especificar la posible via poenitentialis que se abre.
Así pues, tras esta aclaración, se ve la necesidad pastoral de evitar un «perdón sin arrepentimiento», es decir, la persona que ha entrado en una nueva unión ha cometido un adulterio contra su primer cónyuge y debe salir de ese pecado. La evidente expresión objetiva del adulterio es tener relaciones sexuales con una persona distinta de su mujer o su marido. Es de esto de lo que una persona en la situación de una nueva unión se tiene que arrepentir. No se trata de una cuestión secundaria, porque nos hallamos ante el amor esponsal que se expresa en el cuerpo y que en dicha manifestación corporal encuentra su verdad. San Pablo lo dice con grave exactitud: «La mujer no dispone de su cuerpo, sino el marido; de igual modo, tampoco el marido dispone de su propio cuerpo, sino la mujer» (1 Cor 7,4). No es sino una consecuencia normativa básica del hecho de ser «una carne» (Gén 2,24).
El adulterio entonces es un pecado de injusticia porque tiene que ver con una relación en la que media un bien objetivo como es la entrega sexual del cuerpo. La especificidad de la justicia, tal como la explica Santo Tomás de Aquino como testigo de la tradición cristiana, es que toma su medida en la cosa objetiva y no directamente en el sujeto agente. De aquí que el derecho trate de la determinación objetiva de los términos de justicia y que la Iglesia haya entendido la frase de «no lo separe el hombre» como una fuente de derecho, precisamente para evitar un modo arbitrario y subjetivista de acercarse a la realidad del matrimonio.
El valor de la justicia es tal que no se puede perdonar un pecado de injusticia si no existe en el penitente la voluntad eficaz de reparar la injusticia o de restituir el daño. Este principio moral está de tal modo ligado a la realidad de lo justo que nunca se ha tenido tal exigencia como si fuese un límite a la misericordia, sino un modo de reconocer la verdad de la misericordia que cambia el corazón de las personas.
Así pues, para poder perdonar el pecado de adulterio cometido por una persona que ha incurrido en una nueva unión después de su matrimonio, debe exigírsele tener la intención de no adulterar más, es decir, de no tener relaciones sexuales con ninguna persona fuera de su verdadero cónyuge. Este es el criterio que debe guiar cualquier «via poenitentialis» propuesta para los divorciados que han contraído una nueva unión. Recordemos que en la época en el que tal camino era usual en la iglesia la exigencia de abstenerse de relaciones sexuales era una práctica muy habitual de dicha penitencia.
El mismo cardenal Kasper parece aceptar la existencia de un pecado de injusticia en el hecho de la segunda unión cuando propone la «epiqueya» como el modo de poder solucionar el problema pastoral que surge. La «epiqueya» es una virtud ligada a la justicia y sólo en ella tiene su razón de ser. Por ello su ejercicio no consiste nunca en buscar una excepción a la norma cuanto en comprender mejor en lo concreto del caso el sentido de justicia de la norma. No pretende jamás actuar fuera de la norma, sino según la justicia verdadera. Y por ello, la «epiqueya» requiere razones objetivas para su aplicación («iustitiae ratio» STh. II-II, q. 120, a. 1) para que no quede el menor asomo de una arbitrariedad por parte del que la aplica. En consecuencia, siempre se ha comprendido, desde la posición tomista que asume el cardenal, que no tiene espacio de aplicación en lo que corresponde a los mandatos de la ley natural.
La cuestión se centra ahora en el punto clave para un perdón verdadero: de qué realidad objetiva hemos de pedir que se arrepienta el divorciado que ha contraído una nueva unión para poder recibir la verdadera misericordia de Dios.
Extrañamente en este artículo el profesor alemán no hace alusión a ningún criterio objetivo. Hace tal alabanza de la situación concreta y personal, que con ello, olvida las exigencias mínimas de cualquier relación de justicia que relaciona las personas mediante bienes objetivos y debe hacer referencias a estos para no reducirse a un subjetivismo que corrompería la relación entre los hombres. Está claro que un padre de familia no puede aducir que considera justo abandonar a un hijo, por el hecho de que haya sido un niño no querido. Lo singular de la situación y de las dificultades subjetivas que tenga para aceptarlo no quitan un ápice de la obligación que tiene hacia su hijo.
Sí que encontrábamos algunos criterios objetivos en su relación anterior al consistorio, por lo que suponemos que sigue pensando en estas condiciones objetivas, aunque ahora no hable de ellas. Se tratan de exigencias generales válidas para todos los casos porque derivan de la justicia implicada en el matrimonio. Las proponía como condiciones necesarias para poder recibir el perdón sacramental.
Condiciones necesarias para poder
recibir el perdón sacramental
Recordémoslas:
1. Si se arrepiente de su fracaso en el primer matrimonio.
2. Si ha clarificado las obligaciones del primer matrimonio, si se ha excluido definitivamente que vuelva atrás.
3. Si no puede abandonar sin nuevas culpas los compromisos asumidos con el nuevo matrimonio civil.
4. Si, en cambio, se esfuerza por vivir lo mejor que pueda el segundo matrimonio apoyándose en la fe y en educar a los hijos en la fe.
5. Si tiene deseo de los sacramentos como fuente de fortaleza en su situación.
Nos asombra que el tema del posible adulterio esté totalmente ausente en estas condiciones objetivas, a pesar de ser una cuestión evangélica de máxima importancia de tal modo que se inserta en las antítesis del Sermón de la Montaña (Mt 5,37-32), como una clarificación de las exigencias propias de la Nueva Alianza. Esto es así hasta el punto que en los casos en los que no se aplica en el Nuevo Testamento el calificativo de adulterio, y se permite una nueva unión, como sería la cláusula de Mateo o el privilegio paulino, se hace no a modo de excepciones pastorales de una ley demasiado dura, sino por razones objetivas que permiten comprender mejor la norma de la unión «en una carne».
Realmente, con tal que el cardenal Kasper introdujera la condición de evitar todo acto adúltero en la nueva unión, su propuesta se situaría de verdad en esa hermenéutica de la continuidad de la que habla en su artículo. Una continuidad que pide el reconocimiento de que hay criterios que permiten especificar el objeto moral de un acto como dice la «Veritatis splendor» (n. 80) al hablar de: «los actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados intrínsecamente malos ('intrinsece malum'): lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa, y de las circunstancias». Estos actos piden un discernimiento diverso del modo casuista que propone el cardenal alemán. De otro modo, por el hecho tan significativo de callar sobre el punto fundamental, nos hallamos ante un pecado de adulterio, todo parece conducir a proponer un perdón sin arrepentimiento, esto es a un absurdo teológico de máxima gravedad.
Todos comprendemos que esa exigencia de evitar el adulterio en la nueva unión es muy difícil de asumir en una sociedad sexualizada hasta el máximo. Es donde se requiere la cercanía y el acompañamiento de la Iglesia hasta que comprendan de qué modo la gracia de Dios les hace posible vivir según las exigencias de la Nueva Alianza pues esa es la gran victoria de la misericordia de Dios que sana al herido y lo hace capaz de vivir según la Alianza divina.
La comprensión del papel de la justicia en el matrimonio ha sido clave en toda la historia de la Iglesia para reconocer los bienes objetivos que están implicados y la importancia de defender estos bienes por la importancia que tienen para las personas. Evitar la injusticia del adulterio es, sin duda, un modo eminente de «realizar la verdad en el amor» (Ef 4,15).
Juan José Pérez-Soba
(1) «Es bleibt für mich ein Rätsel, wie gegen diesen Vorschlag eingewandt werden konnte, er bedeute eine Vergebung ohne Umkehr. Das wäre in der Tat theologischer Unsinn».
Fuente - Texto tomado de INFOCATOLICA.COM:
En su último artículo sobre el Sínodo en «Stimmen der Zeit» el Cardenal Kasper expresa una sorpresa muy significativa: «Sigue siendo un misterio para mí, como se ha podido objetar a esta [mi] propuesta, que significaba un perdón sin arrepentimiento. Eso es de hecho un verdadero sinsentido teológico» (1). Quisiera simplemente ayudar al Cardenal a resolver este misterio que de hecho le propuse en mi primera respuesta a su relación en el consistorio de cardenales.
Con gran claridad el cardenal nos indica que hay que poner como centro de cualquier acción pastoral con los divorciados vueltos a casar las palabras de Cristo. Él menciona en su artículo un aspecto esencial: «lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre» (Mt 19,9; Mc 10,9; Lc 16,18) que expresa la voluntad del Señor sobre el matrimonio. A esta afirmación habría que añadir el calificativo sobre el pecado que se comete: «Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera» (Mc 10,11). El pecado que la Iglesia reconoce en el que ha contraído una nueva unión tras un primer matrimonio es el de adulterio. Podría parecer algo obvio e irrelevante, pero no es así. De hecho la palabra adulterio prácticamente no aparece en todo el artículo del cardenal alemán. Hacer uso de esa palabra no es más que tomar el lenguaje evangélico con toda su «parresía» que va más allá de los convencionalismos sociales. Se trata de tomar su verdad sobre el amor humano como una luz de nuestra vida y que no tiene miedo de calificar los actos y hablar de pecado. Aclarar el tipo de pecado que se perdona es esencial para el mismo perdón y para especificar la posible via poenitentialis que se abre.
Así pues, tras esta aclaración, se ve la necesidad pastoral de evitar un «perdón sin arrepentimiento», es decir, la persona que ha entrado en una nueva unión ha cometido un adulterio contra su primer cónyuge y debe salir de ese pecado. La evidente expresión objetiva del adulterio es tener relaciones sexuales con una persona distinta de su mujer o su marido. Es de esto de lo que una persona en la situación de una nueva unión se tiene que arrepentir. No se trata de una cuestión secundaria, porque nos hallamos ante el amor esponsal que se expresa en el cuerpo y que en dicha manifestación corporal encuentra su verdad. San Pablo lo dice con grave exactitud: «La mujer no dispone de su cuerpo, sino el marido; de igual modo, tampoco el marido dispone de su propio cuerpo, sino la mujer» (1 Cor 7,4). No es sino una consecuencia normativa básica del hecho de ser «una carne» (Gén 2,24).
El adulterio entonces es un pecado de injusticia porque tiene que ver con una relación en la que media un bien objetivo como es la entrega sexual del cuerpo. La especificidad de la justicia, tal como la explica Santo Tomás de Aquino como testigo de la tradición cristiana, es que toma su medida en la cosa objetiva y no directamente en el sujeto agente. De aquí que el derecho trate de la determinación objetiva de los términos de justicia y que la Iglesia haya entendido la frase de «no lo separe el hombre» como una fuente de derecho, precisamente para evitar un modo arbitrario y subjetivista de acercarse a la realidad del matrimonio.
El valor de la justicia es tal que no se puede perdonar un pecado de injusticia si no existe en el penitente la voluntad eficaz de reparar la injusticia o de restituir el daño. Este principio moral está de tal modo ligado a la realidad de lo justo que nunca se ha tenido tal exigencia como si fuese un límite a la misericordia, sino un modo de reconocer la verdad de la misericordia que cambia el corazón de las personas.
Así pues, para poder perdonar el pecado de adulterio cometido por una persona que ha incurrido en una nueva unión después de su matrimonio, debe exigírsele tener la intención de no adulterar más, es decir, de no tener relaciones sexuales con ninguna persona fuera de su verdadero cónyuge. Este es el criterio que debe guiar cualquier «via poenitentialis» propuesta para los divorciados que han contraído una nueva unión. Recordemos que en la época en el que tal camino era usual en la iglesia la exigencia de abstenerse de relaciones sexuales era una práctica muy habitual de dicha penitencia.
El mismo cardenal Kasper parece aceptar la existencia de un pecado de injusticia en el hecho de la segunda unión cuando propone la «epiqueya» como el modo de poder solucionar el problema pastoral que surge. La «epiqueya» es una virtud ligada a la justicia y sólo en ella tiene su razón de ser. Por ello su ejercicio no consiste nunca en buscar una excepción a la norma cuanto en comprender mejor en lo concreto del caso el sentido de justicia de la norma. No pretende jamás actuar fuera de la norma, sino según la justicia verdadera. Y por ello, la «epiqueya» requiere razones objetivas para su aplicación («iustitiae ratio» STh. II-II, q. 120, a. 1) para que no quede el menor asomo de una arbitrariedad por parte del que la aplica. En consecuencia, siempre se ha comprendido, desde la posición tomista que asume el cardenal, que no tiene espacio de aplicación en lo que corresponde a los mandatos de la ley natural.
La cuestión se centra ahora en el punto clave para un perdón verdadero: de qué realidad objetiva hemos de pedir que se arrepienta el divorciado que ha contraído una nueva unión para poder recibir la verdadera misericordia de Dios.
Extrañamente en este artículo el profesor alemán no hace alusión a ningún criterio objetivo. Hace tal alabanza de la situación concreta y personal, que con ello, olvida las exigencias mínimas de cualquier relación de justicia que relaciona las personas mediante bienes objetivos y debe hacer referencias a estos para no reducirse a un subjetivismo que corrompería la relación entre los hombres. Está claro que un padre de familia no puede aducir que considera justo abandonar a un hijo, por el hecho de que haya sido un niño no querido. Lo singular de la situación y de las dificultades subjetivas que tenga para aceptarlo no quitan un ápice de la obligación que tiene hacia su hijo.
Sí que encontrábamos algunos criterios objetivos en su relación anterior al consistorio, por lo que suponemos que sigue pensando en estas condiciones objetivas, aunque ahora no hable de ellas. Se tratan de exigencias generales válidas para todos los casos porque derivan de la justicia implicada en el matrimonio. Las proponía como condiciones necesarias para poder recibir el perdón sacramental.
Condiciones necesarias para poder
recibir el perdón sacramental
Recordémoslas:
1. Si se arrepiente de su fracaso en el primer matrimonio.
2. Si ha clarificado las obligaciones del primer matrimonio, si se ha excluido definitivamente que vuelva atrás.
3. Si no puede abandonar sin nuevas culpas los compromisos asumidos con el nuevo matrimonio civil.
4. Si, en cambio, se esfuerza por vivir lo mejor que pueda el segundo matrimonio apoyándose en la fe y en educar a los hijos en la fe.
5. Si tiene deseo de los sacramentos como fuente de fortaleza en su situación.
Nos asombra que el tema del posible adulterio esté totalmente ausente en estas condiciones objetivas, a pesar de ser una cuestión evangélica de máxima importancia de tal modo que se inserta en las antítesis del Sermón de la Montaña (Mt 5,37-32), como una clarificación de las exigencias propias de la Nueva Alianza. Esto es así hasta el punto que en los casos en los que no se aplica en el Nuevo Testamento el calificativo de adulterio, y se permite una nueva unión, como sería la cláusula de Mateo o el privilegio paulino, se hace no a modo de excepciones pastorales de una ley demasiado dura, sino por razones objetivas que permiten comprender mejor la norma de la unión «en una carne».
Realmente, con tal que el cardenal Kasper introdujera la condición de evitar todo acto adúltero en la nueva unión, su propuesta se situaría de verdad en esa hermenéutica de la continuidad de la que habla en su artículo. Una continuidad que pide el reconocimiento de que hay criterios que permiten especificar el objeto moral de un acto como dice la «Veritatis splendor» (n. 80) al hablar de: «los actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados intrínsecamente malos ('intrinsece malum'): lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa, y de las circunstancias». Estos actos piden un discernimiento diverso del modo casuista que propone el cardenal alemán. De otro modo, por el hecho tan significativo de callar sobre el punto fundamental, nos hallamos ante un pecado de adulterio, todo parece conducir a proponer un perdón sin arrepentimiento, esto es a un absurdo teológico de máxima gravedad.
Todos comprendemos que esa exigencia de evitar el adulterio en la nueva unión es muy difícil de asumir en una sociedad sexualizada hasta el máximo. Es donde se requiere la cercanía y el acompañamiento de la Iglesia hasta que comprendan de qué modo la gracia de Dios les hace posible vivir según las exigencias de la Nueva Alianza pues esa es la gran victoria de la misericordia de Dios que sana al herido y lo hace capaz de vivir según la Alianza divina.
La comprensión del papel de la justicia en el matrimonio ha sido clave en toda la historia de la Iglesia para reconocer los bienes objetivos que están implicados y la importancia de defender estos bienes por la importancia que tienen para las personas. Evitar la injusticia del adulterio es, sin duda, un modo eminente de «realizar la verdad en el amor» (Ef 4,15).
Juan José Pérez-Soba
Fuente - Texto tomado de INFOCATOLICA.COM: