Imagen - De Vicente Carducho http://www.gabitos.com/museodelpradomadrid/template.php?nm=1329328103 2010-06-25 16:52:27,
Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=37195307
Raymond Diocrès fue un profesor de la Universidad de París,
fallecido en 1084
El
episodio más famoso de Diocrès, recreado en distintas obras artísticas,
fue su funeral, en el que resucitó brevemente para asegurar que Dios le
había juzgado y condenado. Uno de sus alumnos, Bruno de Colonia, asistió a tal milagro y decidió abandonar la vida civil e ingresar como monje.
Las
clases de Diocrès y su funeral figuran entre las escenas iluminadas de
Las muy ricas horas del Duque de Berry. Pintores como Vicente Carducho,
Gregorio Bausá o Eustache Le Sueur también recrearon escenas de su
vida, especialmente las relacionadas con la vocación de san Bruno.
Texto tomado de ES.WIKIPEDIA.ORG:
“Por el justo juicio de Dios,
he sido condenado”
San Bruno,
el fundador de la Cartuja fue testigo de uno de los prodigios que mayor
revuelo causaron en su tiempo, no solo por lo extraordinario del
suceso, sino por la gran cantidad de testigos cualificados que
asistieron a él.
La
Universidad de París lloraba la muerte de uno de sus más insignes
profesores, Raymond Diocres, en el Año de Nuestro Señor de 1082. Si la
Sorbona era ya una potencia en la Cristiandad, llamada a mediar en
incontables disputas entre el Papado y los reyes y escuchada siempre con
reverencia, Diocres era entonces su luminaria más admirada, consultado
por estudiosos, príncipes y prelados, y dejando a su muerte fama no solo
de sabiduría y erudición, sino de práctica de las virtudes en su máximo
grado. Se decía entonces en París que, si un hombre había vivido una
larga vida sin cometer un solo pecado mortal, ese era el maestro Raymond
Diocres.
Naturalmente,
si en vida había sido universalmente celebrado, su muerte conmocionó a
la Cristiandad culta y sus exequias convocaron en la luego llamada
‘Capilla Negra’ junto a Notre Dame a lo más granado de la sociedad
parisina junto a buena parte de sus alumnos. Y entre estos alumnos
estaba el futuro San Bruno, con cuatro de sus hermanos de religión.
Como
era costumbre, el cuerpo se depositó en el centro sobre una tarima,
cubierto solo por una sábana blanca, alrededor de la cual se apiñaban
los deudos. Empieza el Oficio de Difuntos y, conforme al ritual, el
sacerdote oficiante se dirige al difunto con esta pregunta:
“Respóndeme: ¿Cuán grandes y numerosas son tus iniquidades?”
La
invocación es, por supuesto, retórica, y no se espera que el muerto
responda. Pero eso es exactamente lo que sucedió. Clara y audible para
todos los presentes salió de debajo del velo la voz de Diocres:
“Iusto Dei iudicio accusatus sum”, “por el justo juicio de Dios he sido acusado”
Pasado
el primer susto, corren los más cercanos a levantar el velo y examinar
al muerto, pensando en una muerte aparente. Pero no: el cadáver seguía
frío y sin latido.
La
conmoción entre los presentes es fácilmente imaginable, y el revuelo
obligó a suspender por aquel día la ceremonia, mientras los prelados
estudiaban qué camino seguir. ¿Qué significaba aquel prodigio? ¿Podría
seguirse adelante con unas exequias, visto que el propio difunto parecía
sugerir que estaba en el infierno? Los más doctos, sin embargo, no
veían problema en seguir adelante. Todos, argumentaban, seremos algún
día acusados de nuestras faltas, de las que ningún mortal carece, en el
Juicio Personal tras la muerte. Había que seguir.
Así
que se reanudó el oficio con el muerto de cuerpo presente. Pero la
noticia del prodigio había corrido como la pólvora por la ciudad, y
ahora era una multitud la que se agolpaba en la capilla para asistir a
las exequias interrumpidas.
Con voz temblorosa, el oficiante repite la pregunta fatídica:
“¿Cuán grandes y numerosas son tus iniquidades?”
Esta vez, el muerto se yergue y pronuncia con voz clara y fuerte:
“Iusto Dei iudicio iudicatus sum”, “por el justo juicio de Dios he sido juzgado”
Y vuelve a su postura yacente.
Varios
médicos, alertados, acuden rápidamente a examinar el cuerpo mientras el
revuelo crece más aún que antes. Certifican que Diocres está
definitivamente muerto, y los prelados vuelven a conferenciar. Pero la
conclusión es la misma: Todos habremos de ser juzgados en el último día.
Hay que continuar con el rito.
Esta vez la ciudad entera está pendiente del rito. Con apenas un hilo de voz, vuelve a preguntar el sacerdote:
“¿Cuán grandes y numerosas son tus iniquidades?”
Por última vez, el gran doctor Diocres se incorpora y con voz estremecedora exclama:
“Iusto Dei iudicio condamnatus sum!”, “por el justo juicio de Dios he sido condenado”
Y cae ya definitivamente inmóvil.
Por
orden del Obispo y del Capítulo, previa sesión, se despojó al cadáver
de las insignias de sus dignidades, y fue arrojado al muladar de
Montfaucon. La experiencia convenció a Bruno, que frisaba entonces los
45 años, para abandonar el mundo definitivamente y marchar con sus
compañeros a buscar en la soledad de la Gran Cartuja, cerca de Grenoble.
Fuente - Texto tomado de INFOVATICANA.COM:
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