
Debido a la enormidad de nuestros pecados y al horror de los pecados públicos de las naciones y de la jerarquía eclesiástica, nuestra penitencia debe estar acompañada –y precedida- por la proclamación de la verdad contra la mentira.
Martes, 11 de marzo de 2025 - 12:51 pm EDT
( LifeSiteNews ) — La divina liturgia nos acompaña a través del año solar como en un espejo, en el que vemos resumida y representada la historia de la redención.
El tiempo de Adviento nos remonta a la espera del Mesías en la ley antigua; el tiempo de Navidad celebra su santísima Encarnación; la Santa Cuaresma y el Tiempo de Pasión nos remontan a los tiempos que precedieron al Sacrificio de la Cruz; el tiempo de Pascua celebra la Resurrección y la Ascensión del Señor al cielo; el tiempo de Pentecostés recorre la vida terrena del Salvador, sus milagros y sus enseñanzas; y al final del ciclo litúrgico –así como al principio– somos proyectados al Fin de los Tiempos, al Juicio Universal, a la recompensa o condenación de todas y cada una de las personas.
En cierto modo, las mismas estaciones del año acompañan este resumen sagrado de la historia de la salvación, de modo que durante los rigores del invierno comprendemos los dolores del Niño Rey nacido en un pesebre, y luego, cuando la naturaleza se despierta en la primavera, podemos ver el homenaje de la creación al Señor que resucita y triunfa sobre la muerte.
El Miércoles de Ceniza entramos en un tiempo de penitencia y purificación para prepararnos en cuerpo y espíritu a este triunfo de Nuestro Señor: un triunfo real, histórico, presenciado por sus contemporáneos y celebrado por los cristianos de todos los tiempos y lugares. Para acompañarnos en esta purificación, la santa liturgia nos muestra lo que hicieron nuestros padres en el Antiguo Testamento y nos señala la necesidad de estar preparados a nuestra vez para afrontar la gran persecución de los últimos tiempos. Porque no se puede luchar sin preparación, ni ponerse en la línea de salida para una carrera sin entrenarse para ella.
En el Antiguo Testamento, los sacerdotes invocan la misericordia para el pueblo: Parce, Domine, parce populo tuo! – “Perdona, Señor, a tu pueblo”. En el Nuevo Testamento, es el mismo Cristo, elevado en el madero de la cruz, quien intercede por nosotros: ¡Perdónalos, Padre! Y junto a Él, la Santísima Virgen, todos los santos y las almas del purgatorio interceden también ante el trono de la divina majestad.
Nosotros mismos, miembros de la comunión de los santos, ofrecemos nuestros sacrificios para expiar nuestros pecados y los de nuestros hermanos. Pagamos una deuda contraída con el usurero infernal: no con su dinero falso, sino con el oro purísimo de la Pasión de Cristo. Esa deuda que cada uno de nosotros, en Adán, asumió contra la voluntad de Dios y a pesar de haber recibido de Él la verdadera riqueza, el tesoro más inestimable.
Esta Santa Cuaresma, que iniciamos esparciendo ceniza sobre nuestras cabezas y ayunando, ocurre en un tiempo de grandes convulsiones sociales, políticas y eclesiásticas. Cada día que pasa salen a la luz nuevas verdades que nos muestran una sociedad apóstata, una clase política corrupta y pervertida y una jerarquía eclesiástica vendida y traidora. Aquellos que creíamos que cuidaban del bien común ahora se revelan como nuestros enemigos y los enemigos de Dios.
Aquellos que pensábamos que debían defender la verdad y proclamar el Evangelio de Cristo, ahora se revelan como seguidores del error y la mentira. Y la autoridad que Nuestro Señor, Rey y Sumo Sacerdote, ha otorgado a nuestros gobernantes, tanto civiles como religiosos, se ha utilizado para el propósito totalmente opuesto a aquel para el cual Él la estableció.
Ante esta rebelión mundial, y especialmente ante la traición de quienes detentan la autoridad, debemos volver con mayor convicción a revestir nuestra alma de ceniza y de cilicio, a postrarnos ante el Señor y repetir el grito de nuestros padres:
Flectamus iram vindicem, ploremus ante Judicem; clamemus ore suplici, dicamus omnes cernui: Parce, Domine; parce populo tuo: ne en æternum irascaris nobis. — “Apaciguamos la ira vengativa, lloremos ante el Juez; invoquémosle con voz suplicante, postrémonos y digamos todos juntos: Perdona, Señor, perdona a tu pueblo, y no te quedes para siempre enojado con nosotros”.
Pero precisamente por la enormidad de nuestros pecados y por el horror de los pecados públicos de las naciones y de la jerarquía eclesiástica, nuestra penitencia debe ir acompañada –y precedida, diría yo– por la proclamación de la verdad contra la mentira. Porque la verdad es de Dios; más aún, la verdad es Dios; y la mentira es la marca maldita de Satanás.
Caigan todos los velos y artificios que pretenden ocultar el pecado y el vicio, negarlo, darle apariencia de bien y de virtud. Caigan todas las máscaras que esconden crímenes atroces y maldades en una red de vergonzosas complicidades entre almas perdidas, crímenes contra Dios y contra los pequeños, en primer lugar. Caigan todas las ficciones de un mundo rebelde, las mentiras de una autoridad pervertida, de un sistema infernal que niega, ofende y lucha contra Cristo y sus hijos.
Que se desmoronen las mentiras y los engaños de una jerarquía y un papado tomados como rehenes por los enemigos de Cristo, esclavos de Satanás. Que se derrumben todos los argumentos y excusas que damos con demasiada frecuencia para justificar nuestra pereza, nuestra inercia espiritual y nuestra incapacidad de tomar partido y permanecer bajo la bandera de nuestro Rey divino. Que se derrumben todos los pretextos que sabemos encontrar para postergar nuestra conversión y nuestro progreso en la santidad.
Ésta es la hora de las tinieblas, probablemente. Pero son tinieblas que están destinadas a ser atravesadas por la Luz de Cristo, ante la cual todo aparecerá como realmente es, y no como nos gustaría que fuese, no como sería más conveniente para nuestra pereza.
Y la primera verdad que hay que proclamar, que hay que gritar a los cuatro vientos, es que somos pecadores, que hay una muerte cierta, un juicio irrevocable, un infierno para castigar a los malos y un paraíso para recompensar a los buenos. Y que esta verdad última e indefectible forma parte de nuestro ser, está inscrita en nuestro corazón como ley de la naturaleza, está revelada en las Escrituras y entregada por Nuestro Señor a su Iglesia para que Ella la predique fielmente a todos los pueblos.
Proclamemos esta verdad sin temor a la contradicción, recordando las palabras del Libro del Eclesiástico:
Memorare novissima tua, et in æternum non peccabis (Eclo 7,40): «Piensa en lo que te espera y no pecarás jamás». Y así sea.
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
Fuente - Texto tomado de LIFESITENEWS.COM:
https://www.lifesitenews.com/opinion/archbishop-vigano-this-is-the-hour-of-darkness-but-the-light-of-christ-will-pierce-it/?utm_source=latest_news&utm_campaign=usa