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Luego del Concilio Vaticano II, la Iglesia dejó de anunciar a Cristo al pueblo de Israel, al pueblo que más lo esperaba.
Y no fue una decisión espiritual ni fruto de la oración. Fue por presión diplomática y religiosa de líderes rabínicos.
Y desde entonces la misión se convirtió en fraternidad y la evangelización en diálogo.
Hoy, vamos a hablar de eso porque se cumplieron 60 años de esa decisión.
¿Quién influyó en ese cambio? ¿Por qué Roma cedió? ¿Y cómo ese silencio cambió radicalmente la historia espiritual del mundo?
En 1965, con la promulgación de Nostra Aetate, la Iglesia cambió su forma de relacionarse con el pueblo judío.
Hasta ese momento, la misión era clara.
Jesús es el cumplimiento de las promesas hechas a Israel y anunciarlo formaba parte del mandato misionero. Pero después del concilio, la prioridad se desplazó hacia la reconciliación y respeto mutuo.
Este cambio se institucionalizó con una comisión vaticana dedicada al judaísmo y con frases que marcaron época: "Hermanos mayores, los dones y la llamada de Dios son irrevocables y diálogo no proselitismo".
Y así se estableció una nueva norma. La iglesia ya no evangeliza el pueblo judío.
El contexto era fuerte. El trama del holocausto y la acusación de antisemitismo pesaban sobre Roma. Y la intención de limpiar esa herida fue legítima, pero la consecuencia teológica de cómo se hizo fue enorme.
Al evitar hablar de conversión, la Iglesia renunció a presentar a Jesús como el Mesías, precisamente al pueblo que más lo esperaba.
¿Pero esto fue espontáneo?
¿Hubo presión de los líderes rabínicos o infiltración?
El cambio no nació en el concilio, sino en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial.
El Comité judío estadounidense y líderes judíos religiosos influyentes buscaron reformar la enseñanza cristiana sobre los judíos, pidiendo que se borrara toda referencia a su responsabilidad en la muerte de Jesús.
Uno de ellos fue Jules Isaac, un historiador francés que en 1960 se reunió con Juan XXIII y le pidió que el concilio eliminara del magisterio cualquier idea de culpa judía.
El Papa lo escuchó y encargó el tema al cardenal Agustín Bea, jefe del secretariado para la unidad de los cristianos.
Y Bea trabajó directamente con el rabino Abraham Joshua Heschel, que envió memorandos al Vaticano proponiendo tres cambios.
Eliminar la idea de conversión.
Afirmar que la alianza de Dios con Israel sigue viva.
Y fomentar una nueva relación de respeto mutuo.
Esos tres puntos terminaron integrados en la declaración Nostra Aetate del Concilio Vaticano Segundo.
Los borradores del documento habían sido revisados por asesores rabínicos antes de presentarse al concilio.
El texto evitaba hablar de la conversión de Israel y centró el mensaje en la fraternidad.
Algunos cardenales lo consideraron peligroso porque introducía un lenguaje ajeno a la tradición teológica.
Y Bea lo presentó como un gesto de reconciliación, pero en la práctica fue un cambio de rumbo.
La declaración Nostra Aetate fue promulgada el 28 de octubre de 1965. Y el texto final fue votado por 2.221 votos a favor y solo 88 en contra, lo que muestra el fuerte consenso interno.
Pero su contenido generó debate hasta hoy.
Fue un cambio que no surgió dentro de la teología católica, sino desde la presión y la infiltración de los líderes rabínicos.
Y este gesto pastoral se transformó en una política católica estable y el diálogo con el judaísmo pasó de ser un tema de caridad a un principio estructural del Vaticano.
El punto decisivo es el cuarto párrafo de Nostra Aetate.
Allí se afirma que los judíos actuales no pueden ser culpados por la muerte de Jesús, que Dios no ha revocado su alianza con Israel y que debe existir mutuo conocimiento y estima.
Pero el documento calla lo esencial, no menciona su necesidad de reconocer a Cristo.
Hasta entonces la Iglesia enseñaba que la antigua alianza se había cumplido en Cristo. Pero con Nostra Aetate se introdujo la idea de que esa antigua alianza sigue viva. Y surgió la teología de las dos alianzas, donde el judaísmo tendría un camino propio de salvación.
En la práctica, Nostra Aetate fue más política que dogmática.
El Vaticano buscaba reparar su imagen ante el mundo judío y el texto lo logró, pero al precio de una ambigüedad doctrinal, una iglesia que ya no predicaba Cristo a Israel, sino que dialogaba con Israel.
Y en 1974 Pablo VI creó la Comisión para las relaciones religiosas con el judaísmo
que consolidó esta línea.
La nueva línea teológica que la Iglesia desarrolló después del concilio se resume en tres frases clave.
La alianza no ha sido revocada.
Los judíos siguen siendo el pueblo elegido.
Y la iglesia no tiene misión hacia ellos.
Y estas ideas se consolidaron oficialmente.
En 1992, el Catecismo de la Iglesia Católica repitió que la antigua alianza no fue anulada y en 2015 el Vaticano lo formalizó diciendo: "La Iglesia Católica no lleva a cabo ninguna misión institucional dirigida a los judíos". Y así el mandato apostólico de anunciar el evangelio a todas las naciones dejó fuera a Israel".
Teológicamente esta doctrina implica que los judíos pueden alcanzar la salvación sin reconocer a Cristo, lo que contradice 2.000 años de enseñanza cristiana. Se lo presentó como un misterio de Dios, pero en la práctica es una suspensión del deber misionero.
Esta teología se sostiene en el principio pastoral de evitar cualquier gesto que pueda parecer proselitismo, pero detrás de esa prudencia hay una renuncia profunda, anunciar a Cristo.
Y mientras tanto, el judaísmo actual sigue esperando a su Mesías.
Para ellos, el Mesías será un líder político que reconstruirá el templo, traerá paz y restaurará el reino de Israel.
En Israel existen movimientos mesiánicos que trabajan activamente por la reconstrucción del tercer templo.
Organizaciones como el Instituto del Templo ya fabricaron utensilios, vestimentas sacerdotales y entrenan levitas para el sacrificio.
Y ya tienen las vaquillas rojas para la purificación ritual. Especialmente grupos sionistas religiosos como el movimiento Lubavitch, insisten en que la llegada del Mesías es inminente y que cada acto debe preparar ese momento.
No lo ven como una figura espiritual abstracta, sino como un líder real, concreto, que reordenará el mundo desde Jerusalén.
Cada crisis global, cada tensión geopolítica en Medio Oriente, cada avance dentro de Israel en materia religiosa territorial es interpretado como un paso más hacia la llegada del Mesías.
Y esto plantea una atención profunda para el catolicismo.
El mundo judío se prepara activamente para un Mesías que no es Jesús. Pero este Mesías describe el perfil del anticristo, un falso salvador con poder mundial.
Jesús lo advirtió en Juan 5: "Yo vine en nombre de mi Padre y no me reciben. Otro vendrá en su propio nombre y a ese lo recibirán".
Los padres de la Iglesia como Ireneo, Hipólito y Agustín entendieron que esa profecía apuntaba al final de los tiempos, cuando Israel terminaría recibiendo el falso Mesías.
Y mientras el judaísmo se prepara para recibirlo, la iglesia por diplomacia evita hablar de Cristo a los judíos, y con ese silencio el terreno queda libre para que aparezca un líder mundial que unifique religión y política bajo la promesa de una paz global.
La Biblia enseña que al final todo Israel será salvo, pero por conversión. Sin embargo, Roma dejó de hablar de esa profecía. 60 años después de Nostra Aetate, la iglesia vive una fractura que ya nadie puede negar.
Cree en Cristo como único salvador, pero evita anunciarlo al pueblo que lo rechazó.
Y ese silencio no nace de la fe, sino de la política.
Dentro del Vaticano hay dos corrientes:
Una, la diplomática, que afirma que después del holocausto la iglesia debe renunciar a toda forma de misión hacia los judíos.
Y la otra más fiel a la tradición que dice que callar el evangelio es traicionar la verdad, pero la primera domina, porque es la que garantiza relaciones con Israel y presencia en los foros internacionales.
Por eso muchos teólogos hablan de autocensura teológica.
Los seminarios ya no enseñan que Israel debe convertirse.
Los documentos oficiales evitan el lenguaje mesiánico y los fieles se confunden.
Esa es la paradoja del catolicismo moderno. Una iglesia que defiende la fe de palabra, pero que en los hechos teme proclamarla a todos, lo que muestra que la batalla es dentro del mismo catolicismo.
Bueno, hasta aquí vimos cómo la infiltración diplomática y teológica ejercida por líderes rabínicos en el corazón del Vaticano cambió la misión de la Iglesia. Roma dejó de anunciar a Jesucristo al pueblo que más debía escucharlo y ajustó su teología para justificar ese silencio.
Y me gustaría preguntarte:
¿Qué pesó más para ese giro?
¿La memoria del holocausto y el deseo de reconciliación o la presión cultural, política y religiosa de las instituciones religiosas judías con fuerte peso internacional?
Y que Dios te bendiga y te permita ver la realidad tal cual es.


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