Gracias por vivir a mi lado, porque no me abandonas en este mundo sino que me ofreces la oportunidad para llenarlo de alegría. Gracias porque incluso has querido morir por mí, para acompañarme en todas las dificultades de mi vida.
Al ver Jesús el gentío, subió a la montaña (Mt 5,1). Desde ahí podría abrazar con su mirada a todas aquellas personas. Se contaban por miles. Unos venían de las orillas del lago; otros, de la lejana Jerusalén; incluso había quienes habían oído hablar de Él en tierra extranjera.
Ricos y pobres, adultos y niños, hombres y mujeres, todos seguían a aquel Maestro. Buscaban algo de Él. Sabían que el Galileo tenía y ofrecía aquello que tanto ansiaban sus corazones. Dentro de cada uno ardía una llama de esperanza: un mundo más feliz, más justo, más pacífico. El Reino de Dios.
Jesús mira de nuevo a los que lo siguen. Pero ahora ve algo más allá que lo de fuera: no son las túnicas blancas ya envejecidas ni los mantos de colores vivos y jóvenes. Ni siquiera son los rostros cansados y decaídos lo que observa el Señor. Su vista rompe todas estas barreras, y se lanza de lleno a un lugar donde la felicidad está al alcance de la mano.
Sin embargo, Jesús no se limita a contemplar el paisaje, sino que nos dice dónde está. El Reino de Dios está dentro de vosotros (Lc 17,21); Dichosos, felices, los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Felices los que lloran, los hambrientos, los perseguidos...
Tú, Señor, nos muestras dónde está la felicidad. Para hacerlo, describes un paisaje que conocemos bastante bien, porque es el que observamos todos los días. ¿Acaso la felicidad puede habitar los estómagos vacíos, en los mares de lágrimas, en la sangre que se derrama injustamente en torno a nosotros?
Y te veo a ti, el Verbo que habitó entre nosotros (Jn 1,14). ¡Es posible! Has querido vivir dentro de cada hombre y mujer que sufre, que es manso, que llora, que tiene hambre o sed, que es misericordioso, que es limpio de corazón, que es paciente, que sufre persecución por la justicia.
Gracias por vivir a mi lado, porque no me abandonas en nuestro mundo, sino que me ofreces la oportunidad para llenarlo de alegría. Gracias porque incluso has querido morir por mí, para acompañarme en todas las dificultades de mi vida. ¡Todas!
Pero aumenta mi fe, para vivir dando al mundo el testimonio de que esta alegría es posible, porque es posible el Reino de Dios. ¡Venga tu Reino!
Pero aumenta mi fe, para vivir dando al mundo el testimonio de que esta alegría es posible, porque es posible el Reino de Dios. ¡Venga tu Reino!
Por P. Fernando Pascual LC - Fuente: Catholic.net
Fuente - Texto tomado de IGLESIA.ORG: