La Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, es la primer Fiesta Mariana que apareció en la Iglesia Occidental, su celebración se comenzó a dar en Roma hacia el siglo VI, probablemente junto con la dedicación (el 1° de enero), del templo Santa María Antigua en el Foro Romano, una de las primeras iglesias marianas de Roma.
La antigüedad de la celebración mariana se constata en las pinturas con el nombre de "María, Madre de Dios" (Theotókos), que han sido encontradas en las Catacumbas o antiquísimos subterráneos que están cavados debajo de la ciudad de Roma, donde se reunían los primeros cristianos para celebrar la Misa en tiempos de las persecuciones.
Más adelante, el rito romano celebraba el 1° de enero la octava de Navidad, conmemorando la circuncisión del Niño Jesús. Tras desaparecer la antigua fiesta mariana, en 1931, el Papa Pío XI, con ocasión del XV centenario del Concilio de Éfeso (431), instituyó la Fiesta Mariana para el 11 de octubre, en recuerdo de este Concilio, en el que se proclamó solemnemente a Santa María como verdadera Madre de Cristo, que es verdadero Hijo de Dios; pero en la última reforma del calendario (luego del Concilio Vaticano II), se trasladó la fiesta al 1° de enero, con la máxima categoría litúrgica, de solemnidad, y con título de Santa María, Madre de Dios.
De esta manera, esta Fiesta Mariana encuentra un marco litúrgico más adecuado en el tiempo de la Navidad del Señor; y al mismo tiempo, todos los católicos empezamos el año pidiendo la protección de la Santísima Virgen María.
Madre del Niño Dios
"He aquí la Sierva del Señor, hágase en Mí según Tu Palabra".
Es desde ese fiat, hágase que Santa María respondió firme y amorosamente al Plan de Dios; gracias a su entrega generosa, Dios mismo se pudo encarnar para traernos la Reconciliación, que nos libra de las heridas del pecado.
La doncella de Nazareth, la llena de gracia, al asumir en su vientre al Niño Jesús, la Segunda Persona de la Trinidad, la convierte en la Madre de Dios, dando todo de sí para Su Hijo; vemos pues que todo en Ella apunta a Su Hijo Jesús.
Es por ello, que María es modelo para todo cristiano que busca día a día alcanzar su santificación. En nuestra Madre Santa María encontramos la guía segura que nos introduce en la vida del Señor Jesús, ayúdándonos a conformarnos con Él y poder decir como el Apóstol "ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí".
Madre mía amantísima, ¿cómo es posible que teniendo Madre tan santa sea yo tan malvado? ¿Una madre ardiendo en amor a Dios y yo apegado a las criaturas? ¿Una Madre tan rica en virtudes y yo tan pobre en merecimientos?
Madre mía amabilísima, no merezco ser tu hijo, pues me hice indigno por mi mala vida. Me conformo con que me aceptes por siervo; y para lograr serlo, aún el más humilde, estoy pronto a renunciar a todas las cosas. Con ésto me contento pero no me impidas poderte llamar Madre mía. Este nombre me consuela y enternece, y me recuerda mi obligación de amarte. Este nombre me obliga a confiar siempre en Ti.
Cuánto más me espantan mis pecados y el temor a la divina justicia, más me reconforta el pensar que Tú eres la Madre mía. Permíteme que te diga: Madre mía. Así te llamo y siempre así te llamaré.
Tú eres siempre, después de Dios, mi esperanza, mi refugio y mi amor en este valle de lágrimas. Así espero morir, confiando mi alma en tus santas manos y diciéndote:
Madre mía, Madre mía María; ayúdame y ten piedad de mí.
Fuente - Texto tomado de Arquidiocésis de Bogotá:
Oración a María, Madre de los pecadores
San Alfonso M. de Ligorio
Madre mía amantísima, ¿cómo es posible que teniendo Madre tan santa sea yo tan malvado? ¿Una madre ardiendo en amor a Dios y yo apegado a las criaturas? ¿Una Madre tan rica en virtudes y yo tan pobre en merecimientos?
Madre mía amabilísima, no merezco ser tu hijo, pues me hice indigno por mi mala vida. Me conformo con que me aceptes por siervo; y para lograr serlo, aún el más humilde, estoy pronto a renunciar a todas las cosas. Con ésto me contento pero no me impidas poderte llamar Madre mía. Este nombre me consuela y enternece, y me recuerda mi obligación de amarte. Este nombre me obliga a confiar siempre en Ti.
Cuánto más me espantan mis pecados y el temor a la divina justicia, más me reconforta el pensar que Tú eres la Madre mía. Permíteme que te diga: Madre mía. Así te llamo y siempre así te llamaré.
Tú eres siempre, después de Dios, mi esperanza, mi refugio y mi amor en este valle de lágrimas. Así espero morir, confiando mi alma en tus santas manos y diciéndote:
Madre mía, Madre mía María; ayúdame y ten piedad de mí.
Amén.
Fuente - Texto tomado de Arquidiocésis de Bogotá: