Una
sencilla sirvienta del hogar. Desde los 12 años hasta su muerte sirvió
en casa de los Fatinelli de Lucca (Italia), siendo a veces humillada y
criticada por ellos. Mereció, no obstante, su respeto gracias a la
sincera devoción y a la entrega a su trabajo. El Señor le favoreció con
el don de los milagros y carismas extraordinarios. El culto a la sierva
de Dios comenzó poco después de su muerte en 1278. Su tumba en la
iglesia de San Fridiano fue objeto de veneración y peregrinación por
toda clase de gente.
Canonizada
en 1696, su nombre entró en el calendario Romano en 1748. Desde Italia
su culto pasó ya desde la edad media a todas partes de Europa, sobre
todo dentro de las clases populares. Muy vinculada a las asociaciones de
jóvenes del servicio doméstico.
Historia
Santa
Zita nació en Lucca (Italia), en 1218, de una familia campesina pobre,
pero muy piadosa. De pequeñita, bastaba que la mamá le dijera:
"Ésto agrada a Dios"
Para que la niña lo hiciera. Y bastaba decirle:
"Ésto no agrada a Nuestro Señor"
Para
que dejara de hacerlo. A los 12 años, a causa de la pobreza de la
familia tuvo que emplearse de sirvienta en una familia rica. El consejo
que le dio la mamá al despedirse de ella fue ésto:
"En tus acciones y palabras debes pensar: ¿ésto agradará a Dios?"
Fue
un consejo que le ayudó muchísimo a comportarse bien. El jefe de la
familia donde Zita fue a trabajar, era de temperamento violento y
mandaba con gritos y palabras muy humillantes. Todos los empleados
protestaban por este trato tan áspero, menos Zita que lo aceptaba de
buena gana para asemejarse a Cristo Jesús que fue humillado y ultrajado.
Las demás empleadas le tenían envidia y la humillaban continuamente con
palabras hirientes. Pero jamás Zita respondía a sus ofensas ni guardaba
rencor o resentimiento. Los obreros se disgustaban porque ella
demostraba aversión a las palabras groseras y a los cuentos inmorales.
La tildaban de "besaladrillos" y de "beata". Pero con el correr de los
años, todos se fueron dando cuenta de que era una verdadera santa, una
gran amiga de Dios.
Era
la más consagrada a sus oficios en toda esa inmensa casa y repetía que
una piedad que lo lleva a uno a descuidar los deberes y oficios que
tiene que cumplir, no es verdadera piedad.
Un
hombre quiso irrespetarla en su castidad, y ella le arañó la cara, y lo
hizo alejarse. El otro fue con calumnias ante el dueño de la casa y
éste la insultó horriblemente. Zita no dijo ni una sola palabra para
defenderse. Dejaba a Dios que se encargara de su defensa. Y después se
supo toda la verdad y el patrón tuvo que arrepentirse del trato tan
injusto que le había dado y creció enormemente su aprecio por aquella
humilde sirvienta. El dinero de su sueldo lo gastaba casi todo en ayudar
a los pobres. Dormía en una estera en el puro suelo porque su catre y
colchón los había regalado a una familia muy necesitada.
Un
día en pleno invierno con varios grados bajo cero, la señora de la casa
le prestó su manto de lana para que fuera al templo a oír misa. Pero en
la puerta del templo encontró a un pobre titiritando de frío y le dejó
el manto. Al volver a casa fue terriblemente regañada por haber dado
aquella tela, pero poco después apareció en la puerta de la casa un
señor misterioso a traer un hermoso manto de lana. Y no quiso decir
quién era él. La gente decía:
"Un ángel del Señor vino a visitarnos"
Un
día llevaba para los pobres entre los pliegues de su delantal, todo lo
que había sobrado del almuerzo, y por el camino se encontró con el
furioso jefe de la casa, el cual le preguntó:
"¿Qué lleva ahí?"
Ella abrió el delantal y solamente apareció allí un montón de flores.
En
época de gran escasez y hambre, Zita repartió entre los más pobres unos
costales de grano que había en la despensa. Cuando llegó el furibundo
capataz de la casa a contar cuántos costales de grano quedaban en el
granero, la santa se puso a rezar a Dios para que le solucionara aquel
problema. El hombre encontró allí todos los costales de grano. No
faltaba ni uno solo. Y nadie se pudo explicar cómo ni cuándo fueron
repuestos los que la joven había repartido entre los pobres. Cuando le
quedaba un día libre, lo empleaba en visitar pobres, enfermos y presos,
en ayudar a los condenados a muerte.
Estuvo
48 años de sirvienta, demostrando que en cualquier oficio y profesión
que sea del agrado de Dios, se puede llegar a una gran santidad. Murió
el 27 de abril de 1278. Fueron tantos los milagros que se obraron por su
intercesión que el Papa Inocencio XII la declaró santa. Y su cuerpo se
conservaba incorrupto cuando fue sacado del sepulcro, más de 300 años
después de su muerte. Todavía son miles y miles los peregrinos que van a
visitar el sepulcro y el templo de Santa Zita. Y ella sigue dándonos
esta gran lección:
Que en un trabajo humilde se puede ganar una gran gloria para el cielo
Fuente - Texto tomado de EWTN: