Así había comenzado su vida encarnada de Niño Jesús. Consideremos el alma gloriosa y el Santo Cuerpo que había tomado, adorándolos profundamente. Admiramos en primer lugar el alma de este Divino Niño, consideremos en ella la plenitud de su gracia santificadora, la de su ciencia beatífica y por la cual, desde el primer momento de su vida vio la divina Esencia más claramente que todos los ángeles y leyó lo pasado y lo porvenir con todos sus arcanos y conocimientos. No supo nunca por adquisición voluntaria nada que no supiese por infusión desde el primer momento de su ser, pero Él adoptó todas las enfermedades de nuestra naturaleza a que dignamente podía someterse aún cuando no fuesen necesarias para la grande obra que debía cumplir. Pidámosle que sus divinas facultades suplan la debilidad de las nuestras y les de una nueva energía; que su memoria nos enseñe a recordar sus beneficios; su entendimiento en Él a no hacer sino su voluntad, lo que Él quiera en su servicio.
Del alma del Niño Jesús, pasemos ahora a su cuerpo que era un mundo de maravillas, una obra maestra de la mano de Dios. No era, como el nuestro, una traba para su alma, era por el contrario, un nuevo elemento de santidad, quiso que fuese pequeño y débil como el de todos los niños y sujeto a todas las incomodidades de la infancia, para asemejarse más a nosotros y participar de nuestras humillaciones.
El Espíritu Santo formó ese cuerpecito con tal delicadeza y tal capacidad de sentir, que pudiera sufrir hasta el exceso para cumplir la grande obra de nuestra Redención. La belleza de ese cuerpo del Divino Niño fue superior a cuanto se ha imaginado jamás; y la sangre que por sus venas empezó a circular, es la que lava todas las manchas del mundo culpable. Pidámosle que lave las nuestras en el Sacramento de la Penitencia, para que el día de su dichosa Navidad nos encuentre purificados, perdonados y dispuestos a recibirle con amor y provecho espiritual.
(Todo lo demás como el día primero)