San Benito por gracia fue un hombre de vida honorable, que desde su infancia tuvo cordura de anciano. En efecto, adelantándose por sus costumbres a la edad, no entregó su espíritu a placer sensual alguno, sino que estando aún en esta tierra y pudiendo gozar libremente de las cosas temporales, despreció el mundo con sus flores, cual si estuviera marchito. Nació en el seno de una familia libre, en la región de Nursia, y fue enviado a Roma a cursar los estudios de las ciencias liberales. Pero al ver que muchos iban por los caminos escabrosos del vicio, retiró su pie, que apenas había pisado el umbral del mundo, temeroso de que por alcanzar algo del saber mundano, cayera también él en tan terrible precipicio. Despreció, pues, el estudio de las letras y abandonó la casa y los bienes de su padre. Y deseando agradar únicamente a Dios, buscó el hábito de la vida monástica.
Cómo venció una tentación de la carne
Un día, estando a solas, se presentó el tentador. Un ave pequeña y negra, llamada vulgarmente mirlo, empezó a revolotear alrededor de su rostro, de tal manera que hubiera podido atraparla con la mano si el santo varón hubiera querido apresarla. Pero hizo la señal de la cruz y el ave se alejó. No bien se hubo marchado el ave, le sobrevino una tentación carnal tan violenta, cual nunca la había experimentado el santo varón.
El maligno espíritu representó ante los ojos de su alma cierta mujer que había visto antaño y el recuerdo de su hermosura inflamó de tal manera el ánimo del siervo de Dios, que apenas cabía en su pecho la llama del amor. Vencido por la pasión, estaba ya casi decidido a dejar la soledad. Pero tocado súbitamente por la gracia divina volvió en sí, y viendo un espeso matorral de zarzas y ortigas que allí cerca crecía, se despojó del vestido y desnudo se echó en aquellos aguijones de espinas y punzantes ortigas, y habiéndose revolcado en ellas durante largo rato, salió con todo el cuerpo herido. Pero de esta manera por las heridas de la piel del cuerpo curó la herida del alma, porque trocó el deleite en dolor, y el ardor que tan vivamente sentía por fuera extinguió el fuego que ilícitamente le abrasaba por dentro. Así, venció el pecado, mudando el incendio.
Desde entonces, según el mismo solía contar a sus discípulos, la tentación voluptuosa quedó en él tan amortiguada, que nunca más volvió a sentir en sí mismo nada semejante.
Después de esto, muchos empezaron a dejar el mundo para ponerse bajo su dirección, puesto que, libre del engaño de la tentación, fue tenido ya con razón por maestro de virtudes. Por eso manda Moisés que los levitas sirvan en el templo a partir de los veinticinco años cumplidos, pero sólo a partir de los cincuenta les permitan custodiar los vasos sagrados.
Explicación del Papa San Gregorio Magno
Es evidente, que en la juventud arde con más fuerza la tentación de la carne, pero a partir de los cincuenta años el calor del cuerpo se enfría. Los vasos sagrados son las almas de los fieles. Por eso conviene que los elegidos, mientras son aún tentados, estén sometidos a un servicio y se fatiguen con trabajos, pero cuando ya el alma ha llegado a la edad tranquila y ha cesado el calor de la tentación, sean custodios de los vasos sagrados, porque entonces son constituidos maestros de las almas.
Regla de San Benito
La Regla de los Monjes escrita por San Benito hacia el final de su vida, ha sido norma y guía espiritual de muchas comunidades monásticas durante más de 1500 años.
Los instrumentos de las buenas obras
- Primero, amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas.
- Después, al prójimo como a sí mismo.
- Luego, no matar.
- No cometer adulterio.
- No hurtar.
- No codiciar.
- No levantar falso testimonio.
- Honrar a todos los hombres.
- No hacer a otro lo que uno no quiere para sí.
- Negarse a sí mismo para seguir a Cristo.
- Castigar el cuerpo.
- No entregarse a los deleites.
- Amar el ayuno.
- Alegrar a los pobres.
- Vestir al desnudo.
- Visitar al enfermo.
- Sepultar al muerto.
- Socorrer al atribulado.
- Consolar al afligido.
- Hacerse extraño al proceder del mundo.
- No anteponer nada al amor de Cristo.
- No ceder a la ira.
- No guardar rencor.
- No tener dolo en el corazón.
- No dar paz falsa.
- No abandonar la caridad.
- No jurar, no sea que acaso perjure.
- Decir la verdad con el corazón y con la boca.
- No devolver mal por mal.
- No hacer injurias, sino soportar pacientemente las que le hicieren.
- Amar a los enemigos.
- No maldecir a los que lo maldicen, sino más bien bendecirlos.
- Sufrir persecución por la justicia.
- No ser soberbio.
- Ni aficionado al vino.
- Ni glotón.
- Ni dormilón.
- Ni perezoso.
- Ni murmurador.
- Ni detractor.
- Poner su esperanza en Dios.
- Cuando viere en sí algo bueno, atribúyalo a Dios, no a sí mismo.
- En cambio, sepa que el mal siempre lo ha hecho él, e impúteselo a sí mismo.
- Temer el día del juicio.
- Sentir terror del infierno.
- Desear la vida eterna con la mayor avidez espiritual.
- Tener la muerte presente ante los ojos cada día.
- Velar a toda hora sobre las acciones de su vida.
- Saber de cierto que, en todo lugar, Dios lo está mirando.
- Estrellar inmediatamente contra Cristo los malos pensamientos que vienen a su corazón, y manifestarlos al anciano espiritual.
- Guardar su boca de conversación mala o perversa.
- No amar hablar mucho.
- No hablar palabras vanas o que mueven a risa.
- No amar la risa excesiva o destemplada.
- Oír con gusto las lecturas santas.
- Darse frecuentemente a la oración.
- Confesar diariamente a Dios en la oración, con lágrimas y gemidos, las culpas pasadas.
- Enmendarse en adelante de esas mismas faltas.
- No ceder a los deseos de la carne.
- Odiar la propia voluntad.
- Obedecer en todo los preceptos del abad, aún cuando él -lo que no suceda- obre de otro modo, acordándose de aquel precepto del Señor: "Hagan lo que ellos dicen, pero no lo que ellos hacen".
- No querer ser llamado santo antes de serlo, sino serlo primero para que lo digan con verdad.
- Poner por obra diariamente los preceptos de Dios.
- Amar la castidad.
- No odiar a nadie.
- No tener celos.
- No tener envidia.
- No amar la contienda.
- Huir la vanagloria.
- Venerar a los ancianos.
- Amar a los más jóvenes.
- Orar por los enemigos en el amor de Cristo.
- Reconciliarse antes de la puesta del sol con quien se haya tenido alguna discordia.
- Y no desesperar nunca de la misericordia de Dios.
- Estos son los instrumentos del arte espiritual.
- Si los usamos día y noche, sin cesar, y los devolvemos el día del juicio, el Señor nos recompensará con aquel premio que Él mismo prometió.
- "Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni llegó al corazón del hombre lo que Dios ha preparado a los que lo aman".
- El taller, empero, donde debemos practicar con diligencia todas estas cosas, es el recinto del monasterio y la estabilidad en la comunidad.
Texto tomado de San Benito de Luján: