
La Anunciación cae siempre en Cuaresma, significando que Dios obra los mayores milagros cuando el hombre se reconoce en su real condición de miseria, en su nada.
Miércoles 26 de Marzo de 2025 - 11:26 a. m. EDT
Et verbum caro factum est,
et habitavit in nobis — Jn 1,14
«El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros»: estas sencillas palabras encierran en sí mismas ese misterio inefable, gracias al cual se inició la redención para nosotros. Muchas naciones cristianas, como el Gran Ducado de Toscana o la República de Pisa, Luxemburgo, el Delfinado, Saboya, el Reino de Navarra y Hungría, calculaban el inicio del año civil no el 1 de enero, como es costumbre hoy, sino el 25 de marzo, en lo que los historiadores llaman el «Estilo de la Encarnación», que adelantó el Año Nuevo cristiano para que coincidiera con el equinoccio de primavera.
Esta fecha marca pues un acontecimiento histórico, relatado en los Santos Evangelios, que nueve meses después llevaría a la Virgen María, viajando con San José a Belén para el censo ordenado por el emperador César Augusto, a encontrar refugio en un establo y dar a luz a Emmanuel, Dios con nosotros.
En el Museo Nacional de Capodimonte, en Nápoles, podemos admirar una pintura de Pietro Novelli (1603-1647), de Palermo, en la que la Santísima Trinidad se representa en primer plano, enviando al arcángel a la Santísima Virgen María. El Padre Eterno ofrece a Gabriel un lirio para que traiga ese símbolo de pureza a la Siempre Virgen Madre de Dios, intacta en su virginidad antes, durante y después del parto. Esta espléndida pintura nos ofrece la contemplación de la Encarnación desde una perspectiva diferente, casi única en la iconografía cristiana.

San Gabriele Arcangelo
inviato dalla Trinità alla Vergine Maria — Pietro Novelli, 1635
[Wikimedia Commons]
Habitualmente, el artista representa la Anunciación mostrando la escena del arcángel irrumpiendo en la casa de Nuestra Señora, representada mientras ella se encuentra arrodillada en oración. En las pinturas medievales, las palabras «Ave gratia plena» provienen de la boca de Gabriel, y las palabras «Ecce ancilla Domini», de la de María. Aquí, sin embargo, vemos la escena cronológicamente anterior, en la que, casi con una dinámica humana, la Augustísima Trinidad convoca a su mensajero divino, dándole instrucciones. Y la virgen se muestra pequeña y distante, casi inconsciente de lo que le espera poco después.
La fiesta de la Anunciación siempre cae durante la Cuaresma, lo que significa que Dios obra los mayores milagros cuando el hombre se reconoce en su verdadera condición de miseria, en su nada. Y cuanto más conscientes somos de nuestra total dependencia de Dios —no solo a nivel sobrenatural, sino también natural—, más se digna Él a colmarnos de su gracia y sus dones.
Ecce ancilla Domini: la más santa de las criaturas, preservada de toda mancha de pecado por un privilegio divino muy especial, se proclama sierva y se convierte en señora, reina y madre de Dios precisamente porque su humildad —y con ella la conciencia de la necesidad de recorrer con Cristo el Vía Crucis real— es la condición necesaria para que el Todopoderoso realice grandes cosas en ella. Quia respexit humilitatem ancillæ suæ: ecce enim ex hoc beatam me dicent omnes generationes — «Porque ha mirado con favor la humildad de su esclava. Desde hoy todas las generaciones me llamarán bienaventurada».
Por el contrario, en la soberbia, la criatura se alza para competir con el Creador, usurpa con arrogancia la gloria que la gracia refleja en los humildes, y reclama derechos —una blasfema dignitas infinita— que no puede reclamar y que le ameritan no solo ser repelida a la nada, sino hundida aún más. Dispersit superbos mente cordis sui, deposuit poteres de sede, et exaltavit humiles. — «Ha dispersado a los soberbios en su vanidad. Ha derribado a los poderosos de sus tronos y ha exaltado a los humildes».
Y mientras contemplamos la humildad de la Bienaventurada Virgen María y el destino de gloria y honor que la Santísima Trinidad ha establecido para Ella, no podemos dejar de contemplar la humildad del Verbo Eterno, que desciende de la gloria infinita del Cielo para encarnarse en el seno de la Virgen María, en obediencia al Padre, para expiar en favor de la humanidad los pecados que no son Suyos, para dar su vida por nosotros miserables pecadores, para restablecer el orden divino que por soberbia hemos osado violar.
Este concepto se hace explícito en algunas representaciones de la Anunciación, en las que un rayo proveniente del cielo muestra al Espíritu Santo descendiendo sobre la Virgen, seguido de un Niño Jesús sosteniendo la Cruz.
En la pintura de Pietro Novelli no vemos a la Virgen relegada, ni descuidada ni disminuida en su providencial cooperación en la obra de la redención; al contrario, vemos resaltada la humildad del Verbo, quien obedientemente acepta hacerse carne para ser víctima expiatoria por nuestros pecados y alimento: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida» (Jn 6,54-55).
Ese cuerpo santísimo se formó en el vientre de la Virgen Madre, para que esa carne sagrada pudiera ser desgarrada en los sufrimientos de la Pasión y esa Preciosa Sangre pudiera fluir de las llagas y el costado de Cristo como la perfecta purificación de nuestros pecados. En este misterio reconocemos la compasión y corredención de la Madre de Dios —Regina Crucis— no solo en unión con la redención de su Hijo, sino incluso al haber dado a Dios, por obra del Espíritu Santo, ese cuerpo humano que lo hizo verdadero hombre y verdadero Dios; que en la unión teándrica hace de Nuestro Señor Jesucristo el único Rey y Señor por derecho divino, tanto por linaje real como por conquista. Y que, en la magnificencia propia de la Santísima Trinidad, hace de María Nuestra Señora y Nuestra Reina: Hija del Padre, Esposa del Paráclito y Madre del Verbo.
Esta realeza de Cristo y María encuentra su lugar natural en este tiempo de Cuaresma, porque no puede haber gloria de la resurrección sin pasar primero por el Gólgota. Si Nuestro Señor y Su Santísima Madre nos han dado este maravilloso ejemplo, no podemos dejar de tomarlo como modelo y prepararnos, con la ayuda de la Gracia, para aceptar las cruces que la providencia nos asigna como condición previa para nuestra recompensa eterna. Y así sea.
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
25 de marzo MMXXV
En Annuntiatione Beatæ Mariæ Virginis
Fuente - Texto tomado de LIFESITENEWS.COM: