miércoles, 2 de noviembre de 2011

San Martín de Porres - Fiesta Noviembre 3


Nació en Lima en 1579 de padre español (Don Juan de Porres), que estuvo breve tiempo en la ciudad de Lima, y madre panameña (Ana Vázquez).Tardó su padre en reconocerlo pero al final asintió, teniendo de todas formas que partir, dejando al pequeño al cuidado de su madre. Don Juan tuvo dos hijos, Martín y Juana, con la mulata Ana Vázquez. Martín nació mulato y con cuerpo de atleta el 9 de diciembre de 1579 y lo bautizaron, en la parroquia de San Sebastián, en la misma pila que Rosa de Lima. La madre lo educó como pudo, más bien con estrecheces, porque los importantes trabajos de su padre le impedían atenderlo como debía. De hecho, reconoció a sus hijos sólo tardíamente; los llevó a Guayaquil, dejando a su madre acomodada en Lima, con buena familia, y les puso maestro particular.

Martín regresó a Lima, cuando a su padre lo nombraron gobernador de Panamá. Son misteriosos los caminos del Señor: no fue sino un santo quien lo confirmó en la fe de sus padres. Fue Santo Toribio Mogrovejo, segundo arzobispo de Lima y actual patrono del Episcopado Latinoamericano, quien hizo descender el Espíritu sobre su moreno corazón, corazón que el Señor fue haciendo manso y humilde como el de su madre.

Martín aprendió el oficio de barbero y también algo de medicina; comprendía el oficio disponer de yerbas para hacer emplastos y poder curar dolores y neuralgias; además, era preciso un determinado uso del bisturí para abrir hinchazones y tumores. Martín supo hacerse un experto por pasar como ayudante de un excelente médico español. De ello comenzó a vivir y su trabajo le permitió ayudar de modo eficaz a los pobres que no podían pagarle. Por su barbería pasarán igual labriegos que soldados, irán a buscar alivio tanto caballeros como corregidores.

El muchacho era inteligente, y fue tal su amor por los hermanos que no tardó en aprender, para poderlos servir mejor. Desde niño sentía predilección por los enfermos y los pobres, en quienes reconocía sin duda el rostro sufriente de su Señor. Pero lo que hace ejemplar a su vida no es sólo la repercusión social de un trabajo humanitario bien hecho. Más es el ejercicio heroico y continuado de la caridad, que dimana del amor a Jesucristo, a Santa María. Como su persona y nombre imponía respeto, tuvo que intervenir en arreglos de matrimonios irregulares, en dirimir contiendas, fallar en pleitos y reconciliar familias. Con clarísimo criterio aconsejó en más de una ocasión al Virrey y al arzobispo en cuestiones delicadas.



Alguna vez, quienes espiaban sus costumbres por considerarlas extrañas, lo pudieron ver en éxtasis, elevado sobre el suelo, durante sus largas oraciones nocturnas ante el santo Cristo, despreciando la natural necesidad del sueño. Llamaba profundamente la atención, su devoción permanente por la Eucaristía, donde está el verdadero Cristo, sin perdonarse la asistencia diaria a la Misa al rayar el alba. Por el ejercicio de su trabajo y por su sensibilidad hacia la religión tuvo contacto con los monjes del convento dominico del Rosario, donde pidió la admisión como donado, ocupando la ínfima escala entre los frailes. Allí vivían en extrema pobreza, hasta el punto de tener que vender cuadros de algún valor artístico para sobrevivir. Pero a él no le asusta la pobreza, la ama. Pronto la virtud del moreno dejó de ser un secreto. Su servicio como enfermero se extendía desde sus hermanos dominicos hasta las personas más abandonadas que podía encontrar en la calle. Su humildad fue probada en el dolor de la injuria, incluso de parte de algunos religiosos dominicos. Incomprensión y envidias: camino de contradicciones que fue asemejando al mulato a su Reconciliador. En 1603 le fue concedida la profesión religiosa y pronunció los votos de pobreza, obediencia y castidad. A pesar de tener en su celda un armario bien dotado de yerbas, vendas y el instrumental de su trabajo, sólo dispone de tablas y jergón como cama.

Llenó de pobres el convento, la casa de su hermana y el hospital. Todos le buscan porque les cura aplicando los remedios conocidos por su trabajo profesional; en otras ocasiones, se corren las voces de que la oración logró lo improbable y hay enfermos que consiguieron recuperar la salud, sólo con el toque de su mano y de un modo instantáneo. Revolvió la tranquila y ordenada vida de los buenos frailes, porque en alguna ocasión resolvió la necesidad de un pobre enfermo, entrándolo en su misma celda y, al corregirlo alguno de los conventuales por motivos de clausura, se le ocurrió exponer en voz alta su pensamiento anteponiendo a la disciplina los motivos de la caridad, porque "la caridad tiene siempre las puertas abiertas, y los enfermos no tienen clausura".

Aquello que más recuerda el pueblo de Lima son sus numerosos milagros. A veces se trataba de curaciones instantáneas, en otras bastaba tan sólo su presencia para que el enfermo desahuciado iniciara un sorprendente y firme proceso de recuperación. Muchos lo vieron entrar y salir de recintos, estando las puertas cerradas. Otros lo vieron en dos lugares distintos a un mismo tiempo. Todos, grandes señores y hombres sencillos, no tardaban en recurrir al socorro del santo mulato: "Yo te curo, Dios te sana", decía Martín con grande conciencia del inmenso amor del Señor, que ha gustado siempre de tocar el corazón de los hombres con manos humanas.

Como otro pobre de Asís, se mostró también amigo de perros cojos abandonados que curaba, de mulos dispuestos para el matadero y hasta lo vieron reñir a los ratones que se comían los lienzos de la sacristía. Su amor humilde y generoso lo abarcaba todo: su amabilidad con los animales era fruto de su inmenso amor por el Creador de todas las cosas. El pueblo de Lima venera hoy su dulce y sencilla imagen, con su escoba en la mano dando de comer, de un mismo plato, a perro, ratón y gato.



Tras una vida de honda respuesta a la gracia de Dios, de intensa y perseverante entrega vividas al calor de la caridad y el sacrificio, ya a los 60 años de edad, Fray Martín cayó enfermo y supo de inmediato que había llegado la hora de encontrarse con el Señor. El pueblo se conmovió, y mientras en la calle toda Lima lloraba, el mismo Virrey fue a verlo a su lecho de muerte, para besar la mano de quien decía de sí mismo: "ser un perro mulato", tal era la veneración que todos le tenían. Poco después, mientras se le rezaba el Credo, besando el crucifijo con profunda alegría, el santo partió. Pero esta partida no lo alejó de su pueblo, quien esperanzado le reza a diario, aguardando su tierna intercesión y agradeciendo sus milagros. Fray Martín de Porres, el mulato "santo de la escoba", fue canonizado el 6 de mayo de 1962 por el Papa Juan XXIII.

¿Qué nos enseña su vida?

La vida de San Martín nos enseña:
  • A servir a los demás, a los necesitados. San Martín no se cansó de atender a los pobres y enfermos y lo hacía prontamente. Demos un buen servicio a los que nos rodean, en el momento que lo necesitan. Hagamos ese servicio por amor a Dios y viendo a Dios en las demás personas.
  • A ser humildes. San Martín fue una persona que vivió esta virtud. Siempre se preocupó por los demás, antes que por él mismo. Veía las necesidades de los demás y no las propias. Se ponía en el último lugar. A llevar una vida de oración profunda. La oración debe ser el cimiento de nuestra vida. Para poder servir a los demás y ser humildes, necesitamos de la oración. Debemos tener una relación íntima con Dios.
  • A ser sencillos. San Martín vivió la virtud de la sencillez. Vivió la vida de cara a Dios, sin complicaciones. Vivamos la vida con espíritu sencillo.
  • A tratar con amabilidad a los que nos rodean. Los detalles y el trato amable y cariñoso es muy importante en nuestra vida. Los demás se lo merecen por ser hijos amados por Dios.
  • A alcanzar la santidad en nuestras vidas. Por alcanzar esta santidad, luchemos...
  • A llevar una vida de penitencia por amor a Dios. Ofrezcamos sacrificio a Dios.
Fuente - Texto tomado de CATHOLIC.NET: