Hoy celebramos la fiesta de los Niños Inocentes a quienes mandó a matar el cruel Herodes.
Nos cuenta el evangelio de San Mateo que unos magos llegaron a Jerusalén preguntando dónde había nacido el futuro rey de Israel, pues habían visto aparecer su estrella en el oriente, y recordaban la profecía del Antiguo Testamento que decía:
"Cuando aparezca una nueva estrella en Israel, es que ha nacido un nuevo rey que reinará sobre todas las naciones" (Números 24, 17)Y por eso se habían venido de sus lejanas tierras a adorar al recién nacido. Dice San Mateo que Herodes se asustó mucho con esta noticia, y la ciudad de Jerusalén se conmovió ante el anuncio tan importante de que ahora sí había nacido el rey que iba a gobernar el mundo entero. Herodes era tan terriblemente celoso contra cualquiera que quisiera reemplazarlo en el puesto de gobernante del país, porque él había asesinado a dos de sus esposas y asesinó también a varios de sus hijos, porque tenía temor de que pudieran tratar de reemplazarlo por otro. Llevaba muchos años gobernando de la manera más cruel y feroz, y estaba resuelto a mandar matar a todo el que pretendiera ser rey de Israel. Por eso la noticia de que acababa de nacer un niño que iba a ser rey poderoso, lo llenó de temor y dispuso tomar medidas para precaverse.
Herodes mandó llamar a los especialistas en Biblia (a los sumos sacerdotes y a los escribas), y les preguntó en qué sitio exacto tenía que nacer el rey de Israel que habían anunciado los profetas. Ellos le contestaron:
"Tiene que ser en Belén, porque así lo anunció el profeta Miqueas diciendo: "Y tú Belén, no eres la menor entre las ciudades de Judá, porque de ti saldrá el jefe que será el pastor de mi pueblo de Israel" (Miq. 5, 1)
Entonces Herodes se propuso averiguar bien exactamente dónde estaba el niño, para después mandar a sus soldados a que lo mataran. Y fingiendo todo lo contrario, les dijo a los Magos:
"Vayan y se informan bien acerca de ese niño, y cuando lo encuentren vienen y me informan, para ir yo también a adorarlo"Los Magos se fueron a Belén guiados por la estrella que se les apareció otra vez, al salir de Jerusalén, y llenos de alegría encontraron al Divino Niño Jesús junto a la Virgen María y San José; lo adoraron y le ofrecieron sus regalos de oro, incienso y mirra.
Y sucedió que en sueños recibieron un aviso de Dios de que no volvieran a Jerusalén y regresaron a sus países por otros caminos, y el pérfido Herodes se quedó sin saber dónde estaba el recién nacido. Esto lo enfureció hasta el extremo.
Entonces rodeó con su ejército la pequeña ciudad de Belén, y mandó a sus soldados a que mataran a todos los niños menores de dos años, en la ciudad y sus alrededores. Ya podemos imaginar la terrible angustia para los papás de los niños al ver que a sus casas llegaban los herodianos y ante sus ojos asesinaban a su hijo tan querido. Con razón el emperador César Augusto decía con burla que ante Herodes era más peligroso ser Hijo (Huios) que cerdo (Hus), porque a los hijos los mataba sin compasión, en cambio a los cerdos no, porque entre los judíos está prohibido comer carne de ese animal.
San Mateo dice que en ese día se cumplió lo que había avisado el profeta Jeremías:
"Un griterío se oye en Ramá (cerca de Belén), es Raquel (la esposa de Israel) que llora a sus hijos, y no se quiere consolar, porque ya no existen" (Jer. 31, 15)
Como el hombre propone y Dios dispone, sucedió que un ángel vino la noche anterior y avisó a José para que saliera huyendo hacia Egipto, y así cuando llegaron los asesinos, ya no pudieron encontrar al niño que buscaban para matar.
Y aquellos 30 niños inocentes, volaron al cielo a recibir el premio de las almas que no tienen mancha y a orar por sus afligidos padres y pedir para ellos bendiciones. Y que rueguen también por nosotros, pobres y manchados que no somos nada inocentes, sino muy necesitados del perdón de Dios.
Los Santos Inocentes
A partir del siglo IV, se estableció una fiesta para venerar a estos niños, muertos como "mártires" en sustitución de Jesús. La devoción hizo el resto. En la iconografía se les presenta como niños pequeños y de pecho, con coronas y palmas (alusión a su martirio).
En nuestro tiempo continúa la masacre de inocentes. Millones son masacrados por el aborto, millones más mueren abandonados con hambre... ¿qué haces?
Te rogamos, Señor...
- Te pedimos Padre, por todas las personas aquí presentes que de una u otra forma colaboran en esta lucha por la defensa de la vida, desde el momento de la concepción hasta su muerte natural. Dales la gracia, el valor y la fortaleza necesaria para vivir y trabajar diariamente según Tu Santa Voluntad.
- Oremos por el Papa, defensor incansable de la vida y la dignidad de la persona humana. Oremos por los obispos, los sacerdotes y diáconos y por todos aquellos que tienen una responsabilidad en la comunidad cristiana.
- Te rogamos Señor que ayudes y protejas a todas aquellas familias que sufren conflictos graves, que ponen en peligro su estabilidad y el bienestar de sus miembros, en especial de los más pequeñitos. Que Tu sabiduría los ilumine para que puedan encontrar en el AMOR la solución a sus problemas, y logren obtener la paz y la tranquilidad necesarias para vivir según Tu voluntad.
- Te pedimos Señor porque el actual desarrollo científico-biológico no atente contra la dignidad de la persona humana, sino que por el contrario lleve a la humanidad a Tu encuentro, para que asombrados por la maravilla de la creación, sepamos amarla y respetarla.
- Te pedimos Padre, por todos los bebés que ahora corren peligro de ser abortados. Para que sus madres, iluminadas por la luz de Tu Santo Espíritu, reconozcan en ellos la maravilla de Tu creación y cobijadas bajo el manto amoroso y maternal de María, encuentren el mejor camino para salir adelante de sus dificultades.
- Muy especialmente, te pedimos hoy Señor por todas aquellas personas que se dedican a practicar y promover el aborto. Que a través de Ti, logren conocer la verdad y comprendan que en cada pequeño ser que eliminan, está presente la maravilla de Tu creación y de Tu presencia. Ilumínalos para que comprendan el valor infinito de cada vida humana y, conscientes de su grandeza, aprendan a amarla y respetarla.
- Inspíranos Padre, para que recordemos que sin Ti nada podemos y que todo nuestro esfuerzo, vaya siempre encaminado a ser testimonio vivo del gran Amor de Dios hacia los hombres. Danos la fuerza y el valor que necesitaremos para continuar siempre fieles a Tu palabra.
Todavía no hablan, y ya confiesan a Cristo
(de los sermones de San Quodvultdeus - Obispo)
Nace un niño pequeño, un gran Rey. Los magos son atraídos desde lejos; vienen para adorar al que todavía yace en el pesebre, pero que reina al mismo tiempo en el cielo y en la tierra. Cuando los magos le anuncian que ha nacido un Rey, Herodes se turba y, para no perder su reino, lo quiere matar; si hubiera creído en Él, estaría seguro aquí en la tierra y reinaría sin fin en la otra vida.
¿Qué temes, Herodes, al oír que ha nacido un Rey? Él no ha venido para expulsarte a ti, sino para vencer al Maligno. Pero tú no entiendes estas cosas, y por ello te turbas y te ensañas y, para que no escape El que buscas, te muestras cruel, dando muerte a tantos niños. Ni el dolor de las madres que gimen, ni el lamento de los padres por la muerte de sus hijos, ni los quejidos y los gemidos de los niños te hacen desistir de tu propósito. Matas el cuerpo de los niños, porque el temor te ha matado a ti el corazón. Crees que, si consigues tu propósito, podrás vivir mucho tiempo, cuando precisamente quieres matar a la misma Vida.
Pero Aquel, fuente de la gracia, pequeño y grande, que yace en el pesebre, aterroriza tu trono; actúa por medio de ti, que ignoras sus designios, y libera las almas de la cautividad del demonio. Los niños, sin saberlo, mueren por Cristo; los padres hacen duelo por los mártires que mueren. Cristo ha hecho dignos testigos suyos a los que todavía no podían hablar. He aquí de qué manera reina El que ha venido para reinar. He aquí que el libertador concede la libertad, y el salvador la salvación. Pero tú, Herodes, ignorándolo, te turbas y te ensañas y, mientras te encarnizas con un niño, lo estás enalteciendo y lo ignoras.
¡Oh gran don de la gracia! ¿De quién son los merecimientos para que así triunfen los niños? Todavía no hablan, y ya confiesan a Cristo. Todavía no pueden entablar batalla valiéndose de sus propios miembros, y ya consiguen la palma de la victoria.
Apenas llega Cristo a esta tierra, que era suya, cuando los hombres le quieren arrojar de ella. Sus primeros adoradores fueron los pastores; su primer perseguidor, un rey a quien la Historia ha llamado Herodes el Grande. Fue grande por sus infamias, por sus vicios, por su ambición, por su lujuria. Fue uno de los monstruos más grandes que han existido. Usurpador, desconfiado hasta la ridiculez, avaro hasta la miseria, adulador del César, repugnante y hediondo, este bárbaro del desierto de Edom traicionó a sus antiguos señores, mató a su mujer, a su madre, a sus hijos y a sus hermanos; se divertía en ver cómo chisporroteaban en las llamas los judíos más ilustres, y tales eran los suplicios con que atormentaba a sus víctimas, que, como decían a Augusto los embajadores de Jerusalén, los vivos envidiaban la suerte de los muertos. Aquel reino que había ganado con la sangre, sólo con la sangre se podía conservar. El carácter que Josefo nos pinta es el mismo del Evangelio.
Cuando Jesús nació, Herodes era ya viejo, y como todos los viejos malhechores y los príncipes nuevos, el temblor de una hoja le hacía estremecer. Supersticioso, como todos los orientales, crédulo en agüeros y presagios, se alarmó ante la noticia que le trajeron los tres misteriosos personajes guiados desde la Caldea lejana por el resplandor de una estrella. El más ridículo pretendiente le hacía temblar; y he aquí que en el corazón de su reino acababa de aparecer un nieto de David.
"No dejéis de traerme noticias más concretas" -dijo a los ilustres extranjeros.
Pero aguardó inútilmente, y al fin comprendió que había sido burlado. Al miedo de la suspicacia se juntaba ahora la rabia del despecho. Era preciso deshacerse de aquel Rey en pañales, y para mejor asegurar el golpe, salió un edicto bárbaro, pero no más terrible que otros del tirano:
Entre tantas víctimas, los historiadores profanos olvidaron el centenar de niños sacrificados en Belén y sus cercanías. Pero la Iglesia ha recogido su memoria con amor maternal, y apenas acaba de saludar y adorar al recién nacido de la gruta, se acerca a las cunas enrojecidas de estos pequeñuelos, no para llorar sobre ellos, sino para colocar en su frente una diadema.
Pero aguardó inútilmente, y al fin comprendió que había sido burlado. Al miedo de la suspicacia se juntaba ahora la rabia del despecho. Era preciso deshacerse de aquel Rey en pañales, y para mejor asegurar el golpe, salió un edicto bárbaro, pero no más terrible que otros del tirano:
"Todos los niños de menos de dos años que se encontrasen en Belén y sus alrededores debían ser degollados"
La orden fue ejecutada con brutalidad. San Mateo nos presenta a las inocentes criaturas arrancadas del regazo materno, a las madres haciendo resonar su llanto en los valles y las montañas, y a la misma Raquel levantándose de su tumba, para juntar sus lamentos con los de las pobres mujeres desoladas:
"Una voz se ha oído en las alturas; un coro de llantos y gritos espantosos; Raquel llora a sus hijos, y no puede consolarse porque ya no existen"
Nadie supo cuántos serían los niños sacrificados al tirano. Autores antiguos cuentan que Herodes quiso empezar la matanza mandando sacrificar a un hijo suyo pequeño; y el hecho debió de llegar a oídos de Augusto, pues se dice que, al saberlo, exclamó el Emperador:
"Mejor es ser (un) puerco de Herodes que hijo suyo"
Fue una nueva crueldad del rey advenedizo, que había sido anunciada siglos antes como una señal de la aparición del Mesías; una crueldad aún más inútil que las otras.
Además, la vida se le escapaba, y con la vida, el reino. Los gusanos le roían los miembros, tenía los pies hinchados, faltábale el aliento, y un hedor insoportable salía de su boca. Era la enfermedad que el Cielo parecía destinar para los perseguidores; la de Antíoco, la de Diocleciano, la de Maximiano. Vivo aún, su cuerpo se corrompía sobre un lecho de dolores en su soberbio palacio de Jericó. En Jerusalén hablaban ya de su muerte y arrastran por el suelo el águila de oro, que él había mandado colocar sobre la puerta del templo. Más de 40 personas son quemadas vivas en una plaza de Jericó en castigo de aquella audacia. En el delirio de los últimos días, la sangre siguió corriendo. El tirano intenta suicidarse en la mesa con un cuchillo, y para tener quién le llore en sus funerales, ya moribundo, da orden de degollar a los jefes de las principales familias hebreas."Entre tantos duelos -dice el poeta-, Cristo es el único que se salva"
Entre tantas víctimas, los historiadores profanos olvidaron el centenar de niños sacrificados en Belén y sus cercanías. Pero la Iglesia ha recogido su memoria con amor maternal, y apenas acaba de saludar y adorar al recién nacido de la gruta, se acerca a las cunas enrojecidas de estos pequeñuelos, no para llorar sobre ellos, sino para colocar en su frente una diadema.
"Salte de gozo la tierra -clamaba San Agustín-, porque ha merecido ser madre fecunda de estos amables y valerosos soldados. Bien merecidas tienen estas santas alegrías con que hoy los recordamos, pues conocieron la dignidad de la vida perpetua antes de recibir la usura de la presente"
Y la santa liturgia, dirigiéndose a la pequeña cohorte, la saluda diciendo:
"Salve, flores graciosas del martirio, que el enemigo de Cristo tronchó en los umbrales de la luz, como el vendaval a las rosas de abril. Vosotros, víctimas primaverales de Cristo, tierna grey de inmolados, reís inocentes delante del altar, jugando con las palmas y coronas".Fuente - Texto tomado de EWTN:
Fuente - Texto tomado de REFLEXIONES CATÓLICAS:
Fuente - Textos tomados de CATOLICO.ORG: