martes, 4 de noviembre de 2025

Santos Zacarías e Isabel - Padres de San Juan Bautista - Fiesta 5 de Noviembre

 

San Zacarías y Santa Isabel
con la Santísima Virgen María (La Visitación)


El nombre de Zacarías, significa:
"Dios se acordó de mí"


Isabel quiere decir:
"Consagrada a Dios"


La fama de estos dos santos se debe a que fueron los papás de San Juan Bautista

La bella historia de estos dos santos esposos la cuenta San Lucas en el primer capítulo de su evangelio:

"Hubo en tiempos del rey Herodes un sacerdote llamado Zacarías, casado con Isabel, una mujer descendiente del hermano de Moisés, el sumo sacerdote Aarón".

De estos dos esposos hace el evangelio un elogio formidable. Dice así:




"Los dos llevaban una vida santa, eran justos ante Dios, y observaban con exactitud todos los mandamientos y preceptos del Señor"


Ojalá de cada uno de nuestros hogares se pudiera decir algo semejante. Sería maravilloso.

Dice San Lucas:


"Zacarías e Isabel no tenían hijos, porque ella era estéril. Además ya los dos eran de avanzada edad"


Y un día, cuando a Zacarías le correspondió el turno de subir al altar (detrás del velo) a ofrecer incienso, toda la multitud estaba afuera rezando. Y se le apareció el Ángel del Señor, y Zacarías al verlo se llenó de temor y un gran terror se apoderó de él. El Ángel le dijo:


 

"No tema Zacarías, porque su petición ha sido escuchada. Isabel su mujer, dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Juan. Él será para ustedes gozo y alegría, y muchos se alegrarán por su nacimiento, porque será grande ante el Señor; no beberá licores; estará lleno del Espíritu Santo, y convertirá a muchos hacia Dios, y tendrá el espíritu del profeta Elías, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto"


Zacarías le dijo al Ángel:


"¿Cómo puedo saber que esto que me dice sí es cierto? Porque yo soy muy viejo e Isabel mi esposa es estéril"


El Ángel le dijo:


"Yo soy Gabriel, uno de los que están en la presencia de Dios, y he sido enviado para comunicarle esta buena noticia. Pero por no haber creído a las palabras que le he dicho, se quedará mudo y no podrá hablar hasta el día en que sucedan estas cosas, que se cumplirán todas a su tiempo"


El pueblo estaba esperando a que saliera Zacarías y se extrañaban de que demorara tanto en aparecer. Cuando apareció no podía hablarles, y se dieron cuenta de que había tenido alguna visión. Él les hablaba por señas y estaba mudo.


"Después Isabel concibió un hijo y estuvo oculta durante cinco meses (sin contar a los vecinos que iba a tener un niño)"


Y decía:


"Dios ha querido quitarme mi humillación y se ha acordado de mí"




El Ángel Gabriel contó a María Santísima en el día de La Anunciación, que Isabel iba a tener un hijo. Ella se fue corriendo a casa de Isabel y allí estuvo tres meses acompañándola y ayudándole en todo, hasta que nació el niño Juan, cuyo nacimiento fue un verdadero acontecimiento (como se narra el 24 de junio):


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Que Dios conceda a los padres de familia
el imitar a Zacarías e Isabel,
llevando como ellos una vida santa;
siendo justos ante el Señor, 
y observando con exactitud
todos los mandamientos
y preceptos de Dios.


"Nada es imposible para Dios"
(palabras del Ángel a Zacarías)


Fuente - Texto tomado de EWTN:

¡ESCÁNDALO! El Vaticano rechaza títulos marianos de «Corredentora» y «Mediadora». Declara inapropiadas y teológicamente "contraproducentes" dichas expresiones. ¿ATACAN A LA VIRGEN MARÍA?


José Quinn

Martes, 4 de noviembre de 2025 - 10:19 am EST

(LifeSiteNews) — El Vaticano ha declarado que el título mariano de “Corredentora” es inapropiado y teológicamente “contraproducente”.

Las declaraciones figuran en una nota doctrinal titulada Mater Populi Fidelis («Madre del Pueblo Fiel de Dios»), publicada por el Dicasterio para la Doctrina de la Fe (DDF) el 4 de noviembre y firmada por su prefecto, el cardenal Víctor Manuel Fernández. El documento fue aprobado por el papa León XIV el 7 de octubre.

“Cuando una expresión requiere muchas explicaciones repetidas para evitar que se desvíe de su significado correcto”, señala la nota, “no sirve a la fe del Pueblo de Dios y se vuelve inútil”.

En ella se afirmaba que el título de “Corredentora” corre el riesgo de “eclipsar el papel exclusivo de Jesucristo” y “no sería un verdadero honor para su Madre”.

La nota también desaconsejaba el título generalizado de “Mediadora de todas las gracias”, sugiriendo que carece de un fundamento sólido en el Apocalipsis y conlleva “limitaciones que no favorecen una correcta comprensión del lugar único de María”.

En cambio, el Vaticano animó a los fieles a adoptar títulos arraigados en la maternidad de María, como “Madre de Dios” y “Madre del Pueblo Fiel de Dios”.

En declaraciones a LifeSiteNews, el padre Dave Nix dijo:


“María no es solo objeto de nuestra dulce devoción. También es conocida como la exterminadora de todas las herejías”.

“Por eso los modernistas la desprecian. Y esos malvados del Vaticano saben que les queda poco tiempo, pues nos acercamos rápidamente al Triunfo del Inmaculado Corazón”.


En el prefacio del documento, Fernández señaló un aumento del lenguaje devocional “expresado intensamente a través de las redes sociales” y advirtió contra lo que describió como confusión derivada de ciertos “grupos de reflexión mariana”, publicaciones y dogmas marianos propuestos.

De hecho, ambos títulos han formado parte de la piedad popular durante siglos. Si bien el Vaticano señala que «Corredentora» surgió en el siglo XV, el teólogo Padre Juniper B. Carol rastreó su uso hasta un libro litúrgico del siglo XIV de Salzburgo.

Añadió que la novedad de una palabra no descalifica su legitimidad, señalando términos como “transubstanciación” y “Theotokos”, que en su momento fueron nuevos pero se convirtieron en piedras angulares doctrinales.

También argumentó que el título forma parte del magisterio ordinario, estando “consagrado por el uso eclesiástico” en los textos papales del siglo XX.


En el Misal Romano tradicional aparece una Misa en honor de “Nuestra Señora, Mediadora de Todas las Gracias”, en la sección de Misas para Diversos Lugares, un reconocimiento litúrgico que subraya la aceptación histórica del título. (p. 194)


Si bien los títulos en cuestión tienen profundas raíces en la devoción y la teología católica, la nota señala una clara ruptura con esta trayectoria, poniendo un renovado énfasis en la receptividad de María en lugar de su participación activa en la obra de redención de Cristo o en la santificación de los cristianos.

El tono del documento se hace eco de los esfuerzos posconciliares anteriores por reducir el lenguaje teológico considerado un obstáculo para el diálogo ecuménico. Presenta las nuevas restricciones como un intento de profundizar la «fidelidad a la identidad católica» al tiempo que apoya los esfuerzos ecuménicos hacia la unidad con entidades no católicas.

El enfoque de la nota recuerda el giro hacia la conciliación ecuménica posterior al Concilio Vaticano II. El arzobispo Annibale Bugnini, principal artífice de la reforma litúrgica, afirmó que los ritos de la Semana Santa debían revisarse para «eliminar toda piedra que pudiera constituir, aunque fuera remotamente, un obstáculo» para la unidad con «los hermanos separados».

La teología tradicional sostiene que los decretos de las Congregaciones Romanas, especialmente cuando son aprobados de forma específica por el Papa, requieren asentimiento religioso. Sin embargo, el peso vinculante que se le atribuye a Mater Populi Fidelis sigue siendo ambiguo. Al momento de redactar este informe, no se encontraba disponible una versión en latín en el sitio web de la DDF, y no estaba claro si el Papa León XIV la había aprobado de forma específica o general.

La nota adopta además un tono más discursivo, presentando su rechazo a los títulos Corredentora y Mediadora como una cuestión de prudencia teológica y preocupación ecuménica.

No obstante, sus implicaciones prácticas son claras. Se espera que la nota sirva de guía a las conferencias episcopales y a los teólogos en la aplicación de las normas revisadas para el lenguaje mariano, lo que representa una ruptura decisiva con siglos de precedentes litúrgicos y afirmaciones teológicas.


Fuente - Texto tomado de LIFESITENEWS.COM:




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La señal de la cruz es el inicio de toda oración

  



Invocamos a la Santísima Trinidad para iniciar la oración en su nombre.


Por: Carta del Cardenal Norberto Rivera | Fuente: Catholic.net


Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo. Pues la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan (para nosotros) es fuerza de Dios. Porque dice la Escritura: Destruiré la sabiduría de los sabios, e inutilizaré la inteligencia de los inteligentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el sofista de este mundo? ¿Acaso no ha convertido Dios en necedad la sabiduría del mundo? De hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres (I Corintios 1, 17-25).

Es lógico comenzar esta serie de doce cartas sobre la oración cristiana de la misma forma con la que iniciamos toda oración: con la señal de la cruz. Comenzamos a rezar:


“En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén”




Invocamos a la Santísima Trinidad e iniciamos nuestra oración en su nombre. Recordamos así el centro de nuestra fe recibida en el Bautismo (Mateo 28, 19). Al hacer un ofrecimiento de obras al inicio del día para dar un sentido sobrenatural a todas nuestras actividades; al empezar un examen de conciencia que, más que simple contabilidad moral, es un acto de diálogo con Dios, Padre de misericordia; en el inicio del rezo del Ángelus; en las primeras palabras de la Misa: siempre está presente la señal de la cruz y la invocación a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, de quien procede toda bondad y a cuyo santo nombre nos confiamos.




Rezamos en nombre de Dios y este “nombre” encierra en sí toda la misteriosa realidad de “Aquel que es el que es” (Éxodo 3, 13-15) y no necesita de nada ni nadie. El Catecismo de la Iglesia Católica explica muy bien la profundidad que encierra el nombre de Dios: A su pueblo Israel, Dios se reveló dándole a conocer su Nombre. El nombre expresa la esencia, la identidad de la persona y el sentido de su vida. Dios tiene un nombre. No es una fuerza anónima. Comunicar su nombre es darse a conocer a los otros. Es, en cierta manera, comunicarse a sí mismo haciéndose accesible, capaz de ser más íntimamente conocido y de ser invocado personalmente... Al revelar su nombre misterioso de:


YHWH, "Yo soy el que es" o "Yo soy el que soy" o también "Yo soy el que Yo soy", Dios dice quién es y con qué nombre se le debe llamar




Este Nombre Divino es misterioso como Dios es Misterio. Es, a la vez, un Nombre revelado y como la resistencia a tomar un nombre propio, y por esto mismo expresa mejor a Dios como lo que Él es, infinitamente por encima de todo lo que podemos comprender o decir: es el "Dios escondido" (Isaías 45, 15), su nombre es inefable (Cf Jueces 13, 18), y es el Dios que se acerca a los hombres. Al revelar su nombre, Dios revela, al mismo tiempo, su fidelidad que es de siempre y para siempre, valedera para el pasado ("Yo soy el Dios de tus padres", Éxodo 3, 6) como para el porvenir ("Yo estaré contigo", Éxodo 3, 12). Dios, que revela su nombre como "Yo soy", se revela como el Dios que está siempre allí, presente junto a su pueblo para salvarlo (Catecismo de la Iglesia Católica 203 y 206-207).




La señal del cristiano es la señal de la cruz. En ella murió Nuestro Señor Jesucristo para alcanzarnos la salvación eterna. Así, la cruz se ha convertido en signo de esperanza y de victoria. Es el símbolo de la victoria de Jesucristo, una victoria que descubrimos en la resurrección después de haber visto a Jesús sufrir una aparente derrota, la más cruel. La cruz es el icono de Jesucristo y el indicio de la vida eterna que nos espera. Toda esta riqueza de significado hace que mostremos con orgullo y llevemos con amor este instrumento de tortura que para nosotros es mucho más que eso, es un instrumento de amor. La cruz que llevamos y la cruz que señalamos, sobre la frente o el pecho, es símbolo de aquella que nos pide tomar Jesucristo para ser sus discípulos auténticos:




“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mateo 10, 38; 16, 24; Marcos 8, 34; Lucas 9, 23; 14, 27)


Los contemporáneos de Jesús no entendieron aquella petición que sólo se aclaró cuando vieron al Maestro morir sobre una cruz y resucitar. Entonces comprendieron que el secreto del seguimiento de Cristo está en morir a sí mismo para tener vida (Marcos 8, 35); perder la vida por Jesucristo y por su Evangelio es salvarla.

En el capítulo 9 (versículos 4-7) del libro del profeta Ezequiel, encontramos un texto enigmático donde aparece por primera vez la señal de la cruz. Es el primer lugar de la Biblia en que se cita esta palabra. Dios envía un castigo contra los idólatras, pero respeta a los que han recibido la señal de la cruz en su frente, aquellos que no compartieron las idolatrías y las abominaciones. En el libro de los Números se nos relata una situación similar que el propio Jesucristo interpreta como un símbolo de lo que será la salvación por la cruz (Juan 3, 14-15). Dios había castigado con mordeduras de serpiente al pueblo de Israel que caminaba por el desierto y no dejaba de quejarse contra Dios. Habían muerto ya muchos israelitas y pidieron perdón a Dios. Moisés intercedió por el pueblo y Dios le dijo que hiciera una serpiente de bronce y la pusiera sobre un mástil. Los que miraran a la serpiente de bronce quedarían curados:


“Hizo Moisés una serpiente de bronce y la puso en un mástil. Y si una serpiente mordía a un hombre y éste miraba la serpiente de bronce, quedaba con vida” (Números 21, 9)


Los israelitas tentaron al Señor (I Corintios 10, 9), como tantos hombres lo han seguido tentando y desafiando a lo largo de la historia. La cruz de Jesucristo es la respuesta misericordiosa de Dios a la rebeldía del hombre:


“Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por Él vida eterna” (Juan 3, 14-15)




La cruz de Jesucristo es, a la vez, la señal del libro de Ezequiel para los que aman a Dios y están libres de culpa y, al mismo tiempo, la serpiente de bronce de Moisés para que los pecadores puedan volver a Dios. Estos últimos, sin la cruz, estarían perdidos para siempre, sufriendo en sus vidas los efectos de la desobediencia a Dios. Pero Él canceló nuestros cargos (Colosenses 2, 14). Llevar la cruz es llevar el signo de salvación y de vida eterna que Dios nos ha entregado. Hacer la señal de la cruz es manifestar el perdón y la misericordia de Dios. Por ello, en el sacramento de la reconciliación, la absolución de los pecados se acompaña con la señal de la cruz, (Concilio de Trento, 25-XI-1551, Doctrina sobre el sacramento de la penitencia, cap 3. 5 y 6; Dz 896 y 899-902):




“La fórmula sacramental: “Yo te absuelvo …”, y la imposición de la mano y la señal de la cruz, trazada sobre el penitente, manifiesta que en aquel momento el pecador contrito y convertido entra en contacto con el poder y la misericordia de Dios” (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica post-sinodal Reconciliatio et Paenitentia 31, 2-XII-1984).


La cruz es signo de obediencia. Jesucristo muere en ella por obediencia a la voluntad de Dios. San Pablo lo ilustra perfectamente en el himno cristológico de su epístola a los filipenses:




“Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2, 5-11)


San Pablo nos invita a apropiarnos de la humildad y la obediencia de Jesucristo, a hacerlas nuestras. La obediencia humilde es signo de auténtica presencia de Dios en el alma, es indicio de santidad auténtica. La obediencia de Cristo fue la que nos redimió. María también obedeció (Lucas 1, 38). La Iglesia es obediente a la revelación de Dios en Jesucristo y esta obediencia amorosa requiere muchas veces de la cruz vivida por amor. Obedecer es amar (Juan 14, 15; 14, 21; 14, 23; 15, 24) y, muchas veces, es también sufrir, pero este sufrimiento en la obediencia nos asocia a la cruz de Jesucristo y hace más auténtico nuestro seguimiento del Maestro de Nazaret, Dios y hombre a la vez. La cruz sin obediencia es cruz sin Cristo.

La cruz es signo de persecución e incomprensión. Los hombres de tiempos de Jesús querían que bajase de la cruz para creer en Él (Mateo 27, 42; Marcos 15, 32), querían la salvación sin la cruz (Marcos 15, 30), y parece que esta tendencia continúa muy arraigada en el hombre. Así lo señala el Papa Juan Pablo II en el número 1 de la Carta Encíclica Ut unum sint:


“¡La cruz! La corriente anticristiana pretende anular su valor, vaciarla de su significado, negando que el hombre encuentre en ella las raíces de su nueva vida, pensando que la cruz no puede abrir ni perspectivas ni esperanzas: el hombre, se dice, es sólo un ser terrenal que debe vivir como si Dios no existiese”


También a los cristianos nos toca esta tentación de rechazar la cruz. Queremos creer, pero con una fe sin cruces. Queremos salvación, pero salvarnos sin renunciar a nada, mucho menos a nosotros mismos. Volvemos a ver la cruz como un signo de oprobio. Sin embargo, sin cruz, ni la salvación ni la fe son auténticas. Si queremos ser seguidores de Jesucristo, tenemos que aceptar la cruz, pero viéndola ya como un signo de gloria, como San Pablo: 


“En cuanto a mí ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!” (Gálatas 6,14)


Es signo de gloria porque en ella está la salvación y el centro de nuestra fe. La primera predicación de la Iglesia, según podemos ver en el anuncio del kerigma en los Hechos de los Apóstoles, se centra en la crucifixión y resurrección de Jesucristo (Hechos 2, 23-24; 3, 15; 4, 10; 5, 30). La cruz es el signo de los verdaderos seguidores de Jesucristo, de los ciudadanos del Cielo (Filipenses 3, 18-21).

Si la señal de la cruz nos distingue como cristianos, hay otro elemento que también nos debe distinguir: aquel por el que todos deben conocer que somos discípulos de Cristo, el amor:




“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Juan 13, 34-35)


Amar como nos amó Jesucristo significa dar la vida por los demás. Este debe ser el signo de los cristianos. La cruz debe ir siempre acompañada del amor. Jesucristo murió en ella por amor a los hombres y nosotros hacemos de ella un signo del amor de Dios a cada ser humano y de nuestro deseo sincero de imitar ese amor de Dios a cada hombre.




El amor a nuestros hermanos nos exige un sacrificio que va unido a la cruz de Cristo, y la cruz de Cristo nos exige una respuesta continua que no puede hacer a un lado el amor al prójimo. La cruz es signo de unidad (Efesios 2, 16)de paz y reconciliación (Colosenses 1, 18-20). Junto a ella encontramos a María, nuestra Madre amorosa, entregada a nosotros por Jesucristo en un acto de amor muy especial (Juan 19, 25-27)


Cuando nos santiguamos haciendo sobre nosotros la señal de la cruz, nos señalamos como miembros de Jesucristo y de su Iglesia; ponemos a Dios en nuestra vida; le ofrecemos lo que somos, hacemos y tenemos. Mostrar la cruz es predicar que hay que morir para tener vida. Los primeros misioneros que llegaron a América usaban cruces grabadas para enseñar la fe. La cruz es signo de fe auténtica, de esperanza cierta, de amor sincero y generoso. Es resumen de la enseñanza de Jesucristo. Todos estos significados sobre los que hemos reflexionado están presentes cuando hacemos la señal de la cruz. Hacer ese signo sobre nosotros o portarlo en el pecho es ofrecer a Dios nuestra vida y manifestar al mundo nuestro deseo de seguir e imitar a Jesucristo. Santiguarse o signarse es la primera oración del cristiano.


Fuente - Texto tomado de ES.CATHOLIC.NET: