miércoles, 12 de marzo de 2025

Monseñor Viganò: “Esta es la hora de las tinieblas”, pero la Luz de Cristo las atravesará



Debido a la enormidad de nuestros pecados y al horror de los pecados públicos de las naciones y de la jerarquía eclesiástica, nuestra penitencia debe estar acompañada –y precedida- por la proclamación de la verdad contra la mentira.


Martes, 11 de marzo de 2025 - 12:51 pm EDT


( LifeSiteNews ) — La divina liturgia nos acompaña a través del año solar como en un espejo, en el que vemos resumida y representada la historia de la redención.

El tiempo de Adviento nos remonta a la espera del Mesías en la ley antigua; el tiempo de Navidad celebra su santísima Encarnación; la Santa Cuaresma y el Tiempo de Pasión nos remontan a los tiempos que precedieron al Sacrificio de la Cruz; el tiempo de Pascua celebra la Resurrección y la Ascensión del Señor al cielo; el tiempo de Pentecostés recorre la vida terrena del Salvador, sus milagros y sus enseñanzas; y al final del ciclo litúrgico –así como al principio– somos proyectados al Fin de los Tiempos, al Juicio Universal, a la recompensa o condenación de todas y cada una de las personas.

En cierto modo, las mismas estaciones del año acompañan este resumen sagrado de la historia de la salvación, de modo que durante los rigores del invierno comprendemos los dolores del Niño Rey nacido en un pesebre, y luego, cuando la naturaleza se despierta en la primavera, podemos ver el homenaje de la creación al Señor que resucita y triunfa sobre la muerte.

El Miércoles de Ceniza entramos en un tiempo de penitencia y purificación para prepararnos en cuerpo y espíritu a este triunfo de Nuestro Señor: un triunfo real, histórico, presenciado por sus contemporáneos y celebrado por los cristianos de todos los tiempos y lugares. Para acompañarnos en esta purificación, la santa liturgia nos muestra lo que hicieron nuestros padres en el Antiguo Testamento y nos señala la necesidad de estar preparados a nuestra vez para afrontar la gran persecución de los últimos tiempos. Porque no se puede luchar sin preparación, ni ponerse en la línea de salida para una carrera sin entrenarse para ella.

En el Antiguo Testamento, los sacerdotes invocan la misericordia para el pueblo: Parce, Domine, parce populo tuo! – “Perdona, Señor, a tu pueblo”. En el Nuevo Testamento, es el mismo Cristo, elevado en el madero de la cruz, quien intercede por nosotros: ¡Perdónalos, Padre! Y junto a Él, la Santísima Virgen, todos los santos y las almas del purgatorio interceden también ante el trono de la divina majestad.

Nosotros mismos, miembros de la comunión de los santos, ofrecemos nuestros sacrificios para expiar nuestros pecados y los de nuestros hermanos. Pagamos una deuda contraída con el usurero infernal: no con su dinero falso, sino con el oro purísimo de la Pasión de Cristo. Esa deuda que cada uno de nosotros, en Adán, asumió contra la voluntad de Dios y a pesar de haber recibido de Él la verdadera riqueza, el tesoro más inestimable.

Esta Santa Cuaresma, que iniciamos esparciendo ceniza sobre nuestras cabezas y ayunando, ocurre en un tiempo de grandes convulsiones sociales, políticas y eclesiásticas. Cada día que pasa salen a la luz nuevas verdades que nos muestran una sociedad apóstata, una clase política corrupta y pervertida y una jerarquía eclesiástica vendida y traidora. Aquellos que creíamos que cuidaban del bien común ahora se revelan como nuestros enemigos y los enemigos de Dios.

Aquellos que pensábamos que debían defender la verdad y proclamar el Evangelio de Cristo, ahora se revelan como seguidores del error y la mentira. Y la autoridad que Nuestro Señor, Rey y Sumo Sacerdote, ha otorgado a nuestros gobernantes, tanto civiles como religiosos, se ha utilizado para el propósito totalmente opuesto a aquel para el cual Él la estableció.

Ante esta rebelión mundial, y especialmente ante la traición de quienes detentan la autoridad, debemos volver con mayor convicción a revestir nuestra alma de ceniza y de cilicio, a postrarnos ante el Señor y repetir el grito de nuestros padres:


Flectamus iram vindicem, ploremus ante Judicem; clamemus ore suplici, dicamus omnes cernui: Parce, Domine; parce populo tuo: ne en æternum irascaris nobis. — “Apaciguamos la ira vengativa, lloremos ante el Juez; invoquémosle con voz suplicante, postrémonos y digamos todos juntos: Perdona, Señor, perdona a tu pueblo, y no te quedes para siempre enojado con nosotros”.


Pero precisamente por la enormidad de nuestros pecados y por el horror de los pecados públicos de las naciones y de la jerarquía eclesiástica, nuestra penitencia debe ir acompañada –y precedida, diría yo– por la proclamación de la verdad contra la mentira. Porque la verdad es de Dios; más aún, la verdad es Dios; y la mentira es la marca maldita de Satanás.

Caigan todos los velos y artificios que pretenden ocultar el pecado y el vicio, negarlo, darle apariencia de bien y de virtud. Caigan todas las máscaras que esconden crímenes atroces y maldades en una red de vergonzosas complicidades entre almas perdidas, crímenes contra Dios y contra los pequeños, en primer lugar. Caigan todas las ficciones de un mundo rebelde, las mentiras de una autoridad pervertida, de un sistema infernal que niega, ofende y lucha contra Cristo y sus hijos.

Que se desmoronen las mentiras y los engaños de una jerarquía y un papado tomados como rehenes por los enemigos de Cristo, esclavos de Satanás. Que se derrumben todos los argumentos y excusas que damos con demasiada frecuencia para justificar nuestra pereza, nuestra inercia espiritual y nuestra incapacidad de tomar partido y permanecer bajo la bandera de nuestro Rey divino. Que se derrumben todos los pretextos que sabemos encontrar para postergar nuestra conversión y nuestro progreso en la santidad.

Ésta es la hora de las tinieblas, probablemente. Pero son tinieblas que están destinadas a ser atravesadas por la Luz de Cristo, ante la cual todo aparecerá como realmente es, y no como nos gustaría que fuese, no como sería más conveniente para nuestra pereza.

Y la primera verdad que hay que proclamar, que hay que gritar a los cuatro vientos, es que somos pecadores, que hay una muerte cierta, un juicio irrevocable, un infierno para castigar a los malos y un paraíso para recompensar a los buenos. Y que esta verdad última e indefectible forma parte de nuestro ser, está inscrita en nuestro corazón como ley de la naturaleza, está revelada en las Escrituras y entregada por Nuestro Señor a su Iglesia para que Ella la predique fielmente a todos los pueblos.

Proclamemos esta verdad sin temor a la contradicción, recordando las palabras del Libro del Eclesiástico:


Memorare novissima tua, et in æternum non peccabis (Eclo 7,40): «Piensa en lo que te espera y no pecarás jamás». Y así sea.


+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo


Fuente - Texto tomado de LIFESITENEWS.COM:
https://www.lifesitenews.com/opinion/archbishop-vigano-this-is-the-hour-of-darkness-but-the-light-of-christ-will-pierce-it/?utm_source=latest_news&utm_campaign=usa

San Humberto - Cazador y Obispo (727) - Fiesta 13 de Marzo

  



Es patrono de los cazadores y de los obispos que tienen que gobernar regiones muy problemáticas. Las antiguas tradiciones cuentan de él lo siguiente:

Humberto era hijo del rey Bertrand de Aquitania. De joven era muy aficionado a la cacería y valientísimo para luchar contra las fieras. Un día en un bosque, su padre fue atacado por un oso furioso que lo iba a matar, pero el joven Humberto llegó a tiempo y arremetió tan fuertemente a la fiera feroz, que ésta tuvo que soltar a Bertrand y así el rey salvó su vida.

Fue enviado a estudiar al palacio del rey de Neustria (Bélgica), pero allá había malas costumbres y salió huyendo para no volverse vicioso. Fue entonces al palacio del rey de Austrasia, donde recibió una buena educación, y se casó con una hija del rey y tuvo un hijo a quien llamó Floriberto. Humberto olvidó los sabios consejos de su santa madre, y se dedicó únicamente a fiestas y deportes, y dejó de asistir al templo.


Y un Viernes Santo en vez de ir a las ceremonias religiosas se fue de cacería. Pero sucedió que yendo en pleno bosque persiguiendo un venado, éste se detuvo repentinamente y los perros y los caballos saltaron asustados hacia atrás. Entre los cuernos del venado apareció una cruz luminosa y Humberto oyó una voz que le decía:


 

"Si no vuelves hacia Dios, caerás en el infierno"


El joven príncipe se fue en busca del obispo San Lamberto, ante el cual pidió de rodillas perdón por sus pecados. El santo obispo le concedió el perdón y se dedicó a instruirlo muy esmeradamente en la religión. Poco después murió la esposa y entonces Humberto quedó libre para dedicarse totalmente a la vida espiritual. Renunció al derecho que tenía de ser heredero del trono, repartió sus bienes a los pobres y fue ordenado de sacerdote. Entró de monje en el convento de los Padres Benedictinos y se dedicó a la oración, a la lectura y meditación y a humildes trabajos en el convento, como hortelano, y pastor de ovejas.

Deseaba ir a Roma a visitar la tumba de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, y a escuchar al Sumo Pontífice. Y se fue a pie escalando montañas cubiertas de hielo y atravesando en barcas pequeñas ríos crecidísimos, hasta que logró llegar, después de mil peligros, a la Ciudad Eterna.

Estando un día en un templo de Roma orando muy devotamente, fue mandado llamar por el Sumo Pontífice Sergio, el cual le contó que a su santo obispo Lamberto lo habían asesinado los enemigos de la religión, y que al Papa le parecía que el mejor para reemplazar al obispo muerto era él, el monje Humberto. Aunque tenía miedo de aceptar tan alto cargo, una visión sobrenatural lo convenció de que debía aceptar, y fue consagrado obispo de la Iglesia Católica.

El territorio que le correspondió gobernar a San Humberto estaba poblado por gentes que adoraban ídolos y eran muy crueles. Él fue recorriendo todas las regiones enseñando la verdadera religión y alejando a la gente de las falsas creencias y dañosas supersticiones. Dios le concedió el don de hacer milagros. Los que tenían malos espíritus, al encontrarse con el santo recobraban la paz, y el mal espíritu se les alejaba. Los que antes adoraban ídolos y dioses falsos, al oírlo predicar tan hermosamente acerca del Dios del cielo que hizo la tierra, y todo cuanto existe, exclamaban:


"Nunca nos habían hablado así"


Y se convertían y se hacían bautizar. Por ríos tormentosos y cruzando selvas tenebrosas y haciendo viajes muy agotadores, y recorriendo los campos en procesión cantando y rezando, visitó todo el territorio de su diócesis, ofreciendo, los sacrificios de sus viajes, por la conversión de los pecadores, y Dios le respondió concediéndole que miles y miles se convirtieran a la verdadera fe.




Un día vio que ardía en llamas la casita de una pobre mujer. Se puso a rezar con toda fe y el incendio se apagó milagrosamente. Le construyó un templo al santo obispo asesinado, San Lamberto, y llevó allá las reliquias del mártir (el cuerpo de Lamberto, al abrir su sepulcro después de varios años de enterrado, estaba incorrupto, como recién sepultado). Al paso de los restos del santo obispo varios paralíticos quedaron sanados y empezaron a andar, y varios ciegos recobraron la vista.

Un día mientras Humberto celebraba la misa entró al templo un hombre loco porque lo había mordido un perro con hidrofobia (o enfermedad de la rabia). Toda la gente salió corriendo a la plaza, pero el santo le dio una bendición al loco enfermo y éste quedó instantáneamente sano y salió a la plaza gritando:


"Vuelvan tranquilos al templo que el santo obispo me ha curado con su bendición"


Por ésto las gentes han invocado a San Humberto contra las mordeduras de perros rabiosos. Otro día se acercó a la orilla del mar y vio que una terrible tempestad hundía una barca llena de gente y que todos los pasajeros caían entre las embravecidas olas. El santo se arrodilló a orar por ellos y milagrosamente los náufragos salieron a la orilla sanos y salvos. Por eso los marineros le han tenido mucha fe a San Humberto. En el año 727 Dios le anunció que pronto iba a morir, y al terminar una misa les dijo a los fieles:


"Ya no volveré a beber este cáliz entre vosotros"


Poco después se enfermó y murió santamente, dejando entre las gentes el recuerdo de una vida dedicada totalmente al bien de los demás.


Fuente - Texto tomado de EWTN: