lunes, 1 de julio de 2024

Señor Jesús de la Buena Esperanza - Historia de la Devoción y Oraciones - Julio 2 de 2024

   



Historia de la Devoción a
Jesús de la Buena Esperanza


La imagen del Señor de la Buena Esperanza, es copia de una antiquísima y muy milagrosa estatua, que la ciudad de Quito se gloría de poseer.

La historia del Señor de la Buena Esperanza se remonta al año 1652, cuando cierto día en Quito (Ecuador) sin guía alguno atravesaba las calles una mula cargada con enorme bulto. Llegó a las gradas de la portería del convento de San Agustín y se echó en el suelo, y ya no pudieron levantarla a pesar de todos los esfuerzos que se hicieron. Abierto el cajón, cuyo peso parecía abrumarla, se encontró dentro la estatua de Jesús de la Buena Esperanza. 

Quisieron conducirla al templo, pero inútilmente; pues aumentaba el peso de la estatua en proporción al número de los que intentaban cargarla. Alguien propuso entonces llevarla no al templo sino a la portería, y el acto se ejecutó con suma facilidad.

La reunión de tan prodigiosas circunstancias no podía dejar de conmover hondamente al católico pueblo de Quito, e innumerables personas acudieron a arrodillarse ante la sagrada imagen. Los milagros y los favores del cielo, obtenidos por intermedio del Señor de la Buena Esperanza, respondieron desde el primer día, a la devota fe del pueblo y se multiplicaron hasta el punto de convertir la portería del convento San Agustín en el más célebre, frecuentado y rico santuario del Ecuador.

Entre los ornamentos con que la piedad de la gente adornó la venerada estatua, mencionamos sólo las sandalias de oro macizo y piedras preciosas, por haber dado lugar a un notabilísimo milagro, que aumentó sobremanera el renombre del Señor de la Buena Esperanza. Y tan notable fue este milagro, que desde entonces su recuerdo está unido a la propia imagen, con la cual se representa.

Un sencillo y piadoso padre de familia (Gabriel Cayancela), vivía en Quito en total miseria, y ya sin auxilio humano, recurrió una tarde al Señor de la Buena Esperanza para suplicarle por su situación, haciendo su oración estaba cuando el sacristán le advierte que salga porque va a cerrar la iglesia. Sale pronunciando palabras que muestran al sacristán lo horrible de su situación, y prometiendo en su interior volver muy temprano a continuar sus plegarias. 

Todavía no amanecía, y a la puerta de la casa de Gabriel se encontraba el cadáver de una señora asesinada la noche antes, y poco después el pobre sale de su casa, sin ver el charco de sangre lo pisa y todo ensangrentado llega al templo y continúa solitario y fervoroso su oración. En lo profundo de su oración se encontraba cuando, de repente, un milagro viene a llenar de gozo su corazón atribulado.

El Señor de la Buena Esperanza deja caer en las manos del suplicante e infeliz padre de familia una de las ricas sandalias. Sin pensar más que en su necesidad, va a venderla a una joyería. Era demasiado conocida la rica alhaja y el joyero hizo aprehender como ladrón sacrílego al vendedor.

Imposible es describir la indignación pública contra el que aparecía como infame profanador de tan venerada imagen, indignación que no conoció límites cuando, según todas las apariencias, se vio que el ladrón era al mismo tiempo vil asesino.

Rápidamente se sustentaron las acusaciones y fue condenado a muerte. Como último favor pidió y obtuvo el ser conducido ante la milagrosa imagen. Allí en sentidísimo lenguaje, dijo al Señor que su prodigioso don se había convertido en regalo de muerte; que iba al patíbulo, por haber recibido de Él, los medios para salir de su miseria. Entre conmovido e indignado el pueblo escuchaba tales palabras, cuando Jesús de la Buena Esperanza tiende hacia el reo el pie que conservaba con sandalia, y deja caer ésta en sus manos.

La entusiasta admiración de la multitud, al grito unísono de milagro, dio libertad al condenado. La autoridad le compró al peso de oro, aquella sandalia y fue enorme la cantidad de monedas que resistió el platillo de la balanza, antes de inclinar el otro en que la sandalia se encontraba. Salió el pobre de su necesidad y el milagro quedó para siempre representado en el Señor de la Buena Esperanza, que desde entonces fue el recurso de particulares y corporaciones en el Ecuador.




Visita a
Jesús de la Buena Esperanza


Oh Jesús de la Buena Esperanza,
Redentor de mi alma,
Señor de cielos y tierra,
vengo a Ti atraído
por tu paternal amor.
¿Quién sino Tú
podrá curar mis dolencias?
Me acerco a tu santo templo
como a la fuente de tus bondades.
Favoréceme con tus auxilios,
purifícame con tu mirada
como lo hiciste con tu apóstol Pedro,
sáname de las mortales heridas
que el pecado ha dejado en mi alma.
Yo bien sé que todos
los que han solicitado
ante tu imagen tus divinos favores
han sido socorridos y que no hay quién
no haya experimentado tus consuelos,
ni salido de tu presencia sin esperanzas.

Lleno de la mayor confianza
te pido por la Santa Iglesia
hoy perseguida y calumniada,
por el Papa, por los obispos,
por los sacerdotes, por los pobres
y por la dificultad
en que actualmente me encuentro
y que Tú sabes cuál es.
Rendidamente la coloco
en tus manos misericordiosas
para que la bendigas y la santifiques.
Estoy dispuesto a aceptar
ante todo lo que dispongas
porque eso será lo mejor para mí.
Si lo que te pido no ha de ser
para bien de mi alma,
dame entonces la gracia
de entenderlo así
y aceptarlo gustosamente.
Sé, pues, mi sostén,
mi guía, mi bien, mi esperanza.
Amén.





Oración a
Jesús de la Buena Esperanza




Oh Jesús Nazareno
brazo fuerte y protector mío,
no me abandones en tan apurado trance,
Padre mío, protege a esta alma
pobre y abandonada.
No desoigas Jesús mío
las súplicas de este corazón
triste y afligido,
lleno de amor por Ti
que eres mi padre y protector,
mis súplicas llenas de amor
no pueden menos que llegar a Ti,
que eres el brazo fuerte y protector,
que todo lo puedes.
Jesús mío, Jesús de mi alma, 
Jesús crucificado,
espejo de luz, ven a mí
con tu corona de espinas,
con tu costado abierto,
con tu soga
en la garganta y la cintura.
Jesús mío, que tus ojos vean
y tus oídos escuchen
el favor tan especial
que te pido en ésta oración.
Amén.

¿Es un pecado venial o mortal? Mitomanía: la mentira puede convertirse en una enfermedad

   



Psicología


Mitomanía: la mentira puede convertirse en una enfermedad


La mitomanía es un trastorno patológico que consiste en falsear la realidad como vía de escape para obtener aprobación o admiración.

La mitomanía o mentira patológica, término acuñado por Anton Delbrueck, y posteriormente utilizado por Ernest Dupré, puede definirse como la expresión de acontecimientos inventados no del todo improbables, de cuyo relato el autor obtiene una ventaja.

Literalmente procede de “mythos”, palabra griega que significa mentira y de “manía” o compulsión.

Dentro de las personas que padecen este trastorno, algunas llegan a admitir que mienten, por lo que tienen conciencia de hacerlo. Sin embargo, en otros casos no ocurre así.

Lo característico de estas personas es que las mentiras no son consecuencia de encontrarse en una situación especialmente comprometida o en que exista presión social, a modo de excusa para hacer lo que uno quiere, en lugar de lo que quieren los demás evitando enfrentamientos.

Nadie nace mentiroso, se trata de una forma de adaptación al ambiente. La mitomanía, en este sentido, puede relacionarse en cierto modo con la denominada pseudología fantástica, bastante frecuente en los niños, e incluso con los “falsos recuerdos”, entendiendo por tales experiencias de sucesos que nunca ocurrieron, pero que la persona que los cuenta cree que han tenido lugar. Una especie de mentira, a veces sobre la base de las propias fantasías, contada tantas veces que se convierte en verdad para el sujeto que la cuenta.


Adicción a mentir


Podría decirse que la adicción a mentir es precisamente lo que diferencia a un mitómano de un mentiroso.

Cuando un mentiroso usa una mentira tiene una finalidad. Trata de protegerse, defenderse…

Cuando un mitómano miente, no existe una motivación específica. En la mayoría de las ocasiones, el mitómano miente sin que exista ningún tipo de necesidad para ello. Es como si sintieran como reales cosas que no lo son, o se creyesen sus propias mentiras y las viesen como realidades.


Consecuencias de la mitomanía


Mentir compulsivamente, no resulta inocuo. Por un lado, mentir con frecuencia puede ser un síntoma de una enfermedad mental. Pero además, las constantes mentiras generan en el entorno una falta de confianza. Lo que tiene como grave consecuencia que repercute en las relaciones, las amistades y la familia del mitómano.

Sin embargo, no se trata de un trastorno incurable. Para su tratamiento, la psicoterapia o ayuda psicológica parece la mejor opción. Si bien, es extremadamente raro que el tratamiento comience a iniciativa del mitómano.


Los especialistas apuntan como posibles causas de la mitomanía:

  • La mentira es para el mitómano una especie de refugio frente a la realidad.
  • Insatisfacción.
  • Gracias a las mentiras, la persona mira su situación con otros ojos. Se ve engrandecido/a.
  • Pueden sufrirse trastornos de la personalidad. Como trastorno límite de la personalidad o trastorno de personalidad narcisista. En especial, personas superficiales o frívolas, inconstantes e irresponsables.
  • Pueden sufrirse otro tipo de enfermedades mentales.
  • Necesidad de afecto, aprobación o admiración.
  • Necesidad de llamar la atención.
  • Las mentiras pueden también mostrar al mitómano como una víctima constante.
  • Entornos en los que la realidad y las apariencias no van de la mano.
  • Como en la mayoría de los problemas de comportamiento, otra causa de la mitomanía puede ser la autoestima baja.


Algunos mitómanos exageran las cosas buenas en su vida, otros las cosas negativas. Por ello, el conocimiento de la historia personal de la persona puede ayudar a identificar patrones de mentira.


Fuente - Texto tomado de MUYSALUDABLE.ES:
https://muysaludable.sanitas.es/salud/psicologia/mitomania-la-mentira-puede-convertirse-una-enfermedad/




La mentira: un mal para todos




Dios quiere ayudarnos a arrancar de nuestra vida el gran daño sembrado por miles de mentiras que circulan en el mundo humano.


Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net


La sociedad existe sólo cuando está edificada sobre principios irrenunciables. Uno de ellos es el de la confianza mutua.

Vivimos con otros, en casa o en la calle, en el trabajo o en el autobús, en un parque o en un equipo de deporte, porque existe entre nosotros confianza mutua. Porque pensamos que hay respeto, honestidad, acogida. Porque creemos que el familiar o el amigo no nos engañan, son sinceros.

Pero la confianza y toda la vida social quedan gravemente heridas por culpa de la mentira. Porque la mentira implica engaño, traición, injusticia. Porque la mentira nace cuando uno quiere “usar” la buena fe de otros para satisfacer un pequeño gusto egoísta o para alcanzar una enorme “ganancia” a costa de los demás.

En el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2482) es recogida la famosa definición de san Agustín sobre la mentira:


“La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar” (san Agustín, De mendacio 4, 5)


Un poco más adelante:


El Catecismo (n. 2484) explica que la mentira puede ser pecado venial o pecado mortal; es pecado mortal cuando a través de la mentira se dañan gravemente las virtudes de la caridad y de la justicia.


Además, el Catecismo explica que la mentira perjudica enormemente a la sociedad, precisamente por dañar la confianza entre los hombres:


“La mentira, por ser una violación de la virtud de la veracidad, es una verdadera violencia hecha a los demás. Atenta contra ellos en su capacidad de conocer, que es la condición de todo juicio y de toda decisión. Contiene en germen la división de los espíritus y todos los males que ésta suscita. La mentira es funesta para toda sociedad: socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales” (n. 2486).


Estamos de acuerdo: la mentira provoca daños enormes, hiere profundamente la confianza entre los hombres. Pero... ¿Cómo vencerla? ¿Cómo eliminar esa tentación continua que nos lleva a engañar, a manipular las palabras para conseguir una “victoria” (más dinero, un ascenso laboral), para desahogar la sed de venganza, para herir por la espalda a nuestro prójimo?

Hay que mirar dentro, en el corazón, para descubrir cuál es la raíz de la mentira: el amor desordenado a uno mismo que lleva al desprecio de Dios y del hermano. La mentira inicia en el interior, en la ambición corrosiva, en el rencor siempre encendido, en la envidia, en la sed de venganza. Otras veces, la mentira nace desde un falso sentido de conservación: para ocultar un pecado, para evitar un castigo, para no desdibujar la buena imagen que otros tengan de nosotros.

Al mentir, en definitiva, decimos sí al egoísmo y no al amor. Es decir, nos hacemos un daño inmensamente más grande que el pequeño (pequeñísimo, porque siempre es miserable) beneficio que uno pueda conseguir con la mentira.

Queda, además, el otro aspecto de la mentira: el daño que otros reciben. Cuando un esposo se siente engañado, cuando un padre ve cómo el hijo aumenta cada día la dosis de mentiras, cuando un compañero de trabajo nota que la confianza depositada en el “amigo” se ha esfumado como bruma ante el sol... nace en los corazones una pena profunda: alguien que creíamos bueno nos ha engañado, nos ha mentido, nos ha traicionado.

Frente a ese daño, hay que reaccionar. El mentiroso necesita ponerse ante Dios, de rodillas, humildemente, para reconocer con plena sinceridad el pecado cometido. Luego, pedirá fuerzas, y reparará: suplicará perdón a Dios y a quienes ha engañado, promoverá el bien del prójimo herido, incluso se comprometerá para no permitir que nadie, en su presencia, promueva mentiras, injurias o calumnias contra otras personas.

La víctima también necesita reaccionar. Ante quien nos ha mentido una, dos, cien veces, surge un sentimiento casi instintivo de autoprotección, en ocasiones incluso de rabia o de desprecio. Ante esas reacciones, que nos parecen “naturales”, un cristiano sabe que debe perdonar, que debe vencer el mal con el bien, que debe rescatar al mentiroso con su mano tendida, con su caridad auténtica.

Por eso a veces nuestro silencio, nuestra cercanía, nuestro perdón, incluso nuestro afecto (que no debe ser interpretado como complicidad, sino como deseo sincero de recuperar la confianza) pueden ser el inicio de la curación. Quien ha mentido, precisamente por el daño tan grande que ha cometido contra Dios, contra sí mismo, contra los demás, necesita encontrar que el amor es más fuerte que el mal, que la confianza en quien ha sido engañado vuelve a aparecer como señal de una bondad capaz de superar cualquier pecado.

Dios quiere ayudarnos a arrancar de nuestra vida el gran daño sembrado por miles de mentiras que circulan en el mundo humano. Quiere, sobre todo, que empecemos a vivir como hombres sinceros, honestos, enamorados. Capaces de mirar a nuestro hermano con el mismo cariño con el que le mira Dios, con el mismo deseo de vivir unidos, bajo la Verdad de Cristo, en el camino que construye un mundo más bueno y más enamorado.


Fuente - Texto tomado de ES.CATHOLIC.NET: