lunes, 21 de junio de 2021

Santo Tomás Moro - Mártir (Año 1535) - Patrono de los gobernantes y políticos - Fiesta Junio 22



Éste es uno de los dos grandes mártires de la Iglesia de Inglaterra, cuando un rey impuro quiso acabar con la Religión Católica y ellos se opusieron. El otro es San Juan Fisher. Tomás Moro nació en Cheapside, Inglaterra en 1478. A los 13 años se fue a trabajar de mensajero en la casa del Arzobispo de Canterbury, y éste al darse cuenta de la gran inteligencia del joven, lo envió a estudiar al Colegio de la Universidad de Oxford. Su padre que era juez, le enviaba únicamente el dinero indispensable para sus gastos más necesarios, y ésto le fue muy útil, pues como él mismo afirmaba después:


"Por no tener dinero para salir a divertirme, tenía que quedarme en casa y en la biblioteca estudiando"


Lo cual le fue de gran provecho para su futuro. A los 22 años ya es doctor en abogacía, y profesor brillante. Es un apasionado lector que todos los ratos libres los dedica a la lectura de buenos libros. Uno de sus compañeros de ese tiempo dió de él este testimonio:


"Es un intelectual muy brillante, y a sus grandes cualidades intelectuales añade una muy agradable simpatía"


Le llegaron dudas acerca de cuál era la vocación para la cual Dios lo tenía destinado. Al principio se fue a vivir con los cartujos (esos monjes que nunca hablan, ni comen carne, y rezan mucho de día y de noche), pero después de cuatro años se dio cuenta de que no había nacido para esa heroica vocación. También intentó irse de franciscano, pero resultó que tampoco era ése su camino. Entonces de dispuso optar por la vocación del matrimonio. Se casó, tuvo cuatro hijos y fue un excelente esposo y un cariñosísimo papá. Su vocación estaba un poco más allá: su vocación era actuar en el gobierno y escribir libros.

Para con sus hijos, para con los pobres y para cuantos deseaban tratar con él, Tomás fue siempre un excelente y simpático amigo. Acostumbraba ir personalmente a visitar los barrios de los pobres para conocer sus necesidades y poder ayudarles mejor. Con frecuencia invitaba a su mesa a gentes muy pobres, y casi nunca invitaba a almorzar a los ricos. A su casa llegaban muchas visitas de intelectuales que iban a charlar con él acerca de temas muy importantes para esos momentos, y a comentar los últimos libros que se iban publicando. Su esposa se admiraba al verlo siempre de buen humor, pasara lo que pasara. Era difícil encontrar otro de conversación más amena.




Tomás Moro escribió bastantes libros. Muchos de ellos contra los protestantes, pero el más famoso es el que se llama "Utopía". Esta es una palabra que significa "Lo que no existe" (U=No. Topos=Lugar. Lo que no tiene lugar). En ese libro describe una nación que en realidad no existe pero que debería existir. En su escrito ataca fuertemente las injusticias que cometen los ricos y los altos del gobierno con los pobres y los desprotegidos, y va describiendo cómo debería ser una nación ideal. Esta obra lo hizo muy conocido en toda Europa.

El joven abogado Tomás Moro fue aceptado como profesor de uno de los más prestigiosos colegios de Londres. Luego fue elegido como secretario del alcalde de la capital. En 1529 fue nombrado Canciller o Ministro de Relaciones Exteriores. Pero este altísimo cargo no cambió en nada su sencillez. Siguió asistiendo a Misa cada día, confesándose con frecuencia y comulgando. Tratable y amable con todos. Alguien llegó a afirmar:


"Parece que lo hubieran elegido Canciller, solamente para poder favorecer más a los pobres y desamparados"


Otro añadía:


"El rey no pudo encontrar otro mejor consejero que éste"


Pero Tomás, que conocía bien cómo era Enrique VIII, declaraba con su fino humor:


"El rey es de tal manera que si le ofrecen una buena casa por mi cabeza, me la mandará cortar de inmediato"


Ya llevaba dos años como Canciller cuando sucedió en Inglaterra un hecho terrible contra la religión católica. El impúdico rey Enrique VIII se divorció de su legítima esposa y se fue a vivir con la concubina Ana Bolena. Y como el Sumo Pontífice no aceptó este divorcio, el rey se declaró Jefe Supremo de la religión de la nación, y declaró la persecución contra todo el que no aceptara su divorcio o no lo aceptara a él como reemplazo del Papa en Roma. Muchos católicos tendrían que morir por oponerse a todo ésto.

Tomás Moro no aceptó ninguno de los terribilísimos errores del malvado rey: ni el divorcio ni el que tratara de reemplazar al Sumo Pontífice. Entonces fue destituido de su alto puesto, le confiscaron sus bienes y el rey lo mandó encerrar como prisionero de la espantosa Torre de Londres. Santo Tomás y San Juan Fisher fueron los dos principales de todos los altos funcionarios de la capital, que se negaron a aceptar tan grandes infamias del monarca. Y ambos fueron llevados a la torre fatídica. Allí estuvo Tomás encerrado durante quince meses.

Verdaderamente hermosas son las cartas que desde la cárcel escribió este gran sabio a su hija Margarita, que estaba muy desconsolada por la prisión de su padre. En ellas le dice:


"Con esta cárcel estoy pagando a Dios por los pecados que he cometido en mi vida. Los sufrimientos de esta prisión seguramente me van a disminuir las penas que me esperan en el purgatorio. Recuerda hija mía, que nada podrá pasar si Dios no permite que me suceda. Y todo lo permite Dios para bien de los que lo aman. Y lo que el buen Dios permite que nos suceda es lo mejor, aunque no lo entendamos, ni nos parezca así"




El día en que Margarita fue a visitar por última vez a su padre, vieron los dos salir hacia el sitio del martirio a cuatro monjes cartujos que no habían querido aceptar los errores de Enrique VIII. Tomás dijo a Margarita:


"Mire cómo van de contentos a ofrecer su vida por Jesucristo. Ojalá también a mí me conceda Dios el valor suficiente para ofrecer mi vida por su santa religión"


Tomás fue llamado a un último consejo de guerra. Le pidieron que aceptara lo que el rey le mandaba y él respondió:


"Tengo que obedecer a lo que mi conciencia me manda, y pensar en la salvación de mi alma. Eso es mucho más importante que todo lo que el mundo pueda ofrecer. No acepto esos errores del rey"




Se le dictó entonces sentencia de muerte. Él se despidió de su hijo y de su hija y volvió a ser encerrado en la Torre de Londres. En la madrugada del 6 de julio de 1535 le comunicaron que lo llevarían al sitio de martirio, él se colocó su mejor vestido. De buen humor como siempre, dijo al salir del corredor frío:


"Por favor, mi abrigo, porque doy mi vida, pero un resfriado sí no me quiero conseguir"


Al llegar al sitio donde lo iban a matar rezó despacio el Salmo 51:


"Misericordia Señor por tu bondad"




Luego prometió que rogaría por el rey y sus demás perseguidores, y declaró públicamente que moría por ser fiel a la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Luego enseguida de un hachazo le cortaron la cabeza. Tomás Moro fue declarado santo por el Papa en 1935.

Un sabio decía:


"Este hombre, aunque no hubiera sido mártir, bien merecía que lo canonizaran, porque su vida fue un admirable ejemplo de lo que debe ser el comportamiento de un servidor público: un buen cristiano y un excelente ciudadano"


Oración de Santo Tomás Moro




Dios Glorioso,
dame gracia para enmendar
mi vida y tener presente mi fin
sin eludir la muerte,
pues para quienes
mueren en Ti, buen Señor,
la muerte es la puerta
a una vida de riqueza.

Y dame, buen Señor,
una mente humilde, modesta,
calma, pacífica, paciente,
caritativa, amable, tierna
y compasiva en todas mis obras,
en todas mis palabras
y en todos mis pensamientos,
para tener el sabor de tu santo
y bendito espíritu.

Dame buen Señor, una fe plena,
una esperanza firme
y una caridad ferviente,
un amor a Ti, muy por encima
de mi amor por mí.

Dame, buen Señor,
el deseo de estar contigo,
de no evitar las calamidades
de este mundo, no tanto
por alcanzar las alegrías
del cielo como simplemente
por amor a Ti.

Y dame, buen Señor,
Tu amor y Tu favor;
que mi amor a Ti,
por grande que pueda ser,
no podría merecerlo
si no fuera por tu gran bondad.
Buen Señor, dame Tu gracia
para trabajar
por estas cosas que te pido.


Fuente - Texto tomado de EWTN:

San Juan Fisher - Obispo y Mártir (Año 1535) - Fiesta Junio 22

 



Juan Fisher nació en Beverley, Yorkshire, Inglaterra en 1469. Hijo de un mercader de telas que murió siendo Juan joven. San Juan Fisher entregó su corazón por entero al servicio de su Iglesia. Fue también un distinguido escolástico en Humanidades. Fue educado en Michaelhouse en Cambridge (más tarde unido a Trinity). Desde sus 14 años en adelante estuvo relacionado a la universidad. Fisher fue ordenado sacerdote a los 22 años, bajo dispensa especial. Alcanzó el doctorado y fue vicecanciller de Michaelhouse. Fisher fue el primero en enseñar griego y hebreo en Cambridge. En 1504, durante el reinado de Enrique VII, con sólo 35 años, Fisher es elegido canciller de la universidad. El mismo año es nombrado Obispo de Rochester. Llevó al mismo tiempo los dos cargos con asombrosa diligencia.

Fisher fue un pastor a imitación de Cristo, cuidaba a sus ovejas con valentía, entrega y gran amor. Hacía visitas frecuentes, administraba la confirmación, disciplinaba al clero, visitaba personalmente a los pobres y distribuía limosna a los pobres. En su vida personal era estricto consigo mismo y austero. Tenía una buena mesa para todos, excepto para él mismo. Dormía y comía poco. Mantenía una carabela frente a su puesto en las comidas para recordarse de su mortalidad.

Durante este tiempo, Fisher continuó escribiendo y estudiando. Comenzó a estudiar griego a los 48 años y hebreo a los 51. Fisher comprendía muy bien la necesidad de reformar la Iglesia, incluso en las altas esferas de la jerarquía, pero se oponía al tipo de reforma de los protestantes, y escribió cuatro libros contra ellos. Sin embargo prefería la oración y el ejemplo a la controversia. Él comprendía que la verdadera reforma requiere santidad de vida, pues no es sino vivir con coherencia la enseñanza de la misma Iglesia. Con gran valentía el Obispo Fisher censuró al clero en un sínodo por su corrupción, vanidad, relajamiento y amor a las ganancias. Él sabía que la mayoría del clero en posiciones altas había llegado allí por su servicio al estado o por intereses privados. Como miembro de la Cámara de los Lords, Fisher luchó vigorosamente por reformas que separaran al clero de las influencias del estado. Desde allí lanzó también una severa protesta, cuando se propuso en la asamblea aceptar que Enrique VIII fuese la cabeza de la iglesia de Inglaterra.

El rey quería anular su matrimonio con Catalina de Aragón para casarse de nuevo. Como el Papa no se lo concedía por no haber causa justa, el rey decidió hacerse con la autoridad suprema de la Iglesia en Inglaterra. El rey impuso la obligación de tomar el famoso "oath of supremacy" (Juramento de Supremacía), por el cual se le reconocía a él como cabeza de la iglesia de Inglaterra. El Obispo Fisher rehusó. Ni la amonestación de amigos y ni las amenazas de enemigos lograron hacerle ceder. El Obispo Fisher sabía, como San Pablo, en quién había puesto su confianza. Trataron de envenenarlo y en una ocasión le dispararon tratando de matarlo. Pero el Obispo se mantuvo fiel a su Señor.

Fisher fue llevado, a pesar de estar enfermo, a Lambeth para que jurase el "bill of succession". Él rehusó por ser éste en esencia un juramento a favor de la supremacía del rey sobre la Iglesia. En Rochester fue arrestado y de los alrededores vino la gente a despedirse. Tuvo la oportunidad de arreglar sus asuntos, de dar limosnas y de pasar por las calles bendiciendo al gentío. Al llegar a Londres fue confrontado por rehusar el juramento a lo que Fisher dijo:


"Mi respuesta es que, ya que mi propia conciencia no puede estar satisfecha, yo absolutamente rehúso el juramento. No condeno la conciencia de ningún otro. Sus conciencias podrán salvarles, y la mía debe salvarme"


En abril de 1534, el prelado de 66 años comenzó su prisión de 15 meses en la Torre de Londres. El rey envió un mensajero confidencial para ofrecerle libertad si asentía al juramento en secreto, "solo para los oídos del rey". Su negativa selló su martirio. Durante su prisión el Papa Pablo III nombró al Obispo Fisher Cardenal.




El rey enfurecido dijo:


"Pues ese capelo se lo colgará de los hombros, porque no tendrá cabeza para llevarlo"


Lo llevó a juicio acusado de traición por negar la autoridad del rey sobre la Iglesia. Lo declararon culpable. Algunos jueces lloraban cuando lo condenaron a muerte el 17 de junio de 1535. Pocos días después el cardenal fue despertado a las 5:00 a.m., con la noticia de que ese día le iban a ejecutar. Él pidió que le dejasen descansar un poco más y durmió otras dos horas. Tan enfermo estaba que apenas podía pararse, por lo que le llevaron al lugar del martirio en una silla. Fue cortés con los guardias agradeciéndoles sus atenciones. Pedía a la gente que rezaran por él para que fuese valiente. Llevaba un pequeño Nuevo Testamento del cual leyó a la puerta de la Torre estas palabras:


"Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y al que Tú has enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, Padre, glorifícame Tú, junto a Ti, con la gloria que tenía a Tu lado antes que el mundo fuese" (Juan 17,3-5)


Cerrando el libro dijo:


"Aquí hay instrucción suficiente para el resto de mi vida"


Junto al verdugo dice:


"Voy a morir por Jesucristo y por la Iglesia Católica. Con mi muerte quiero dar testimonio del Papa como jefe único de la Iglesia. Hasta el Cielo... hijos..."


Sus últimas palabras fueron del Salmo 31:


"En Ti Señor, he puesto mi confianza"


Otros dicen que murió con las palabras del Te Deum en sus labios. Con total dominio de sí mismo y con gran paz se dispuso al martirio. Fue decapitado con un hacha. Era el 22 de junio de 1535. Su amigo Santo Tomás Moro, que compartió con él prisión y también murió mártir, escribió de San Juan Fisher:


"No conozco a ningún hombre que compare con él en sabiduría, conocimiento y virtud probada"


San Juan Fisher fue enterrado junto a la iglesia de All Hallows en Barking. Su cabeza fue exhibida en el Puente de Londres por dos semanas y después echada al río Thames. En 1935, 400 años después de su martirio, Juan Fisher fue canonizado por el Papa Pío XI.


Fuente - Texto tomado de CORAZONES.ORG:

¿Es un pecado venial o mortal? Mitomanía: la mentira puede convertirse en una enfermedad



Psicología


Mitomanía: la mentira puede convertirse en una enfermedad


La mitomanía es un trastorno patológico que consiste en falsear la realidad como vía de escape para obtener aprobación o admiración.

La mitomanía o mentira patológica, término acuñado por Anton Delbrueck, y posteriormente utilizado por Ernest Dupré, puede definirse como la expresión de acontecimientos inventados no del todo improbables, de cuyo relato el autor obtiene una ventaja.

Literalmente procede de “mythos”, palabra griega que significa mentira y de “manía” o compulsión.

Dentro de las personas que padecen este trastorno, algunas llegan a admitir que mienten, por lo que tienen conciencia de hacerlo. Sin embargo, en otros casos no ocurre así.

Lo característico de estas personas es que las mentiras no son consecuencia de encontrarse en una situación especialmente comprometida o en que exista presión social, a modo de excusa para hacer lo que uno quiere, en lugar de lo que quieren los demás evitando enfrentamientos.

Nadie nace mentiroso, se trata de una forma de adaptación al ambiente. La mitomanía, en este sentido, puede relacionarse en cierto modo con la denominada pseudología fantástica, bastante frecuente en los niños, e incluso con los “falsos recuerdos”, entendiendo por tales experiencias de sucesos que nunca ocurrieron, pero que la persona que los cuenta cree que han tenido lugar. Una especie de mentira, a veces sobre la base de las propias fantasías, contada tantas veces que se convierte en verdad para el sujeto que la cuenta.


Adicción a mentir


Podría decirse que la adicción a mentir es precisamente lo que diferencia a un mitómano de un mentiroso.

Cuando un mentiroso usa una mentira tiene una finalidad. Trata de protegerse, defenderse…

Cuando un mitómano miente, no existe una motivación específica. En la mayoría de las ocasiones, el mitómano miente sin que exista ningún tipo de necesidad para ello. Es como si sintieran como reales cosas que no lo son, o se creyesen sus propias mentiras y las viesen como realidades.


Consecuencias de la mitomanía


Mentir compulsivamente, no resulta inocuo. Por un lado, mentir con frecuencia puede ser un síntoma de una enfermedad mental. Pero además, las constantes mentiras generan en el entorno una falta de confianza. Lo que tiene como grave consecuencia que repercute en las relaciones, las amistades y la familia del mitómano.

Sin embargo, no se trata de un trastorno incurable. Para su tratamiento, la psicoterapia o ayuda psicológica parece la mejor opción. Si bien, es extremadamente raro que el tratamiento comience a iniciativa del mitómano.


Los especialistas apuntan como posibles causas de la mitomanía:

  • La mentira es para el mitómano una especie de refugio frente a la realidad.
  • Insatisfacción.
  • Gracias a las mentiras, la persona mira su situación con otros ojos. Se ve engrandecido/a.
  • Pueden sufrirse trastornos de la personalidad. Como trastorno límite de la personalidad o trastorno de personalidad narcisista. En especial, personas superficiales o frívolas, inconstantes e irresponsables.
  • Pueden sufrirse otro tipo de enfermedades mentales.
  • Necesidad de afecto, aprobación o admiración.
  • Necesidad de llamar la atención.
  • Las mentiras pueden también mostrar al mitómano como una víctima constante.
  • Entornos en los que la realidad y las apariencias no van de la mano.
  • Como en la mayoría de los problemas de comportamiento, otra causa de la mitomanía puede ser la autoestima baja.


Algunos mitómanos exageran las cosas buenas en su vida, otros las cosas negativas. Por ello, el conocimiento de la historia personal de la persona puede ayudar a identificar patrones de mentira.


Fuente - Texto tomado de MUYSALUDABLE.ES:
https://muysaludable.sanitas.es/salud/psicologia/mitomania-la-mentira-puede-convertirse-una-enfermedad/




La mentira: un mal para todos




Dios quiere ayudarnos a arrancar de nuestra vida el gran daño sembrado por miles de mentiras que circulan en el mundo humano.


Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net


La sociedad existe sólo cuando está edificada sobre principios irrenunciables. Uno de ellos es el de la confianza mutua.

Vivimos con otros, en casa o en la calle, en el trabajo o en el autobús, en un parque o en un equipo de deporte, porque existe entre nosotros confianza mutua. Porque pensamos que hay respeto, honestidad, acogida. Porque creemos que el familiar o el amigo no nos engañan, son sinceros.

Pero la confianza y toda la vida social quedan gravemente heridas por culpa de la mentira. Porque la mentira implica engaño, traición, injusticia. Porque la mentira nace cuando uno quiere “usar” la buena fe de otros para satisfacer un pequeño gusto egoísta o para alcanzar una enorme “ganancia” a costa de los demás.

En el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2482) es recogida la famosa definición de san Agustín sobre la mentira:


“La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar” (san Agustín, De mendacio 4, 5)


Un poco más adelante:


El Catecismo (n. 2484) explica que la mentira puede ser pecado venial o pecado mortal; es pecado mortal cuando a través de la mentira se dañan gravemente las virtudes de la caridad y de la justicia.


Además, el Catecismo explica que la mentira perjudica enormemente a la sociedad, precisamente por dañar la confianza entre los hombres:


“La mentira, por ser una violación de la virtud de la veracidad, es una verdadera violencia hecha a los demás. Atenta contra ellos en su capacidad de conocer, que es la condición de todo juicio y de toda decisión. Contiene en germen la división de los espíritus y todos los males que ésta suscita. La mentira es funesta para toda sociedad: socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales” (n. 2486).

Estamos de acuerdo: la mentira provoca daños enormes, hiere profundamente la confianza entre los hombres. Pero... ¿Cómo vencerla? ¿Cómo eliminar esa tentación continua que nos lleva a engañar, a manipular las palabras para conseguir una “victoria” (más dinero, un ascenso laboral), para desahogar la sed de venganza, para herir por la espalda a nuestro prójimo?

Hay que mirar dentro, en el corazón, para descubrir cuál es la raíz de la mentira: el amor desordenado a uno mismo que lleva al desprecio de Dios y del hermano. La mentira inicia en el interior, en la ambición corrosiva, en el rencor siempre encendido, en la envidia, en la sed de venganza. Otras veces, la mentira nace desde un falso sentido de conservación: para ocultar un pecado, para evitar un castigo, para no desdibujar la buena imagen que otros tengan de nosotros.

Al mentir, en definitiva, decimos sí al egoísmo y no al amor. Es decir, nos hacemos un daño inmensamente más grande que el pequeño (pequeñísimo, porque siempre es miserable) beneficio que uno pueda conseguir con la mentira.

Queda, además, el otro aspecto de la mentira: el daño que otros reciben. Cuando un esposo se siente engañado, cuando un padre ve cómo el hijo aumenta cada día la dosis de mentiras, cuando un compañero de trabajo nota que la confianza depositada en el “amigo” se ha esfumado como bruma ante el sol... nace en los corazones una pena profunda: alguien que creíamos bueno nos ha engañado, nos ha mentido, nos ha traicionado.

Frente a ese daño, hay que reaccionar. El mentiroso necesita ponerse ante Dios, de rodillas, humildemente, para reconocer con plena sinceridad el pecado cometido. Luego, pedirá fuerzas, y reparará: suplicará perdón a Dios y a quienes ha engañado, promoverá el bien del prójimo herido, incluso se comprometerá para no permitir que nadie, en su presencia, promueva mentiras, injurias o calumnias contra otras personas.

La víctima también necesita reaccionar. Ante quien nos ha mentido una, dos, cien veces, surge un sentimiento casi instintivo de autoprotección, en ocasiones incluso de rabia o de desprecio. Ante esas reacciones, que nos parecen “naturales”, un cristiano sabe que debe perdonar, que debe vencer el mal con el bien, que debe rescatar al mentiroso con su mano tendida, con su caridad auténtica.

Por eso a veces nuestro silencio, nuestra cercanía, nuestro perdón, incluso nuestro afecto (que no debe ser interpretado como complicidad, sino como deseo sincero de recuperar la confianza) pueden ser el inicio de la curación. Quien ha mentido, precisamente por el daño tan grande que ha cometido contra Dios, contra sí mismo, contra los demás, necesita encontrar que el amor es más fuerte que el mal, que la confianza en quien ha sido engañado vuelve a aparecer como señal de una bondad capaz de superar cualquier pecado.

Dios quiere ayudarnos a arrancar de nuestra vida el gran daño sembrado por miles de mentiras que circulan en el mundo humano. Quiere, sobre todo, que empecemos a vivir como hombres sinceros, honestos, enamorados. Capaces de mirar a nuestro hermano con el mismo cariño con el que le mira Dios, con el mismo deseo de vivir unidos, bajo la Verdad de Cristo, en el camino que construye un mundo más bueno y más enamorado.


Fuente - Texto tomado de ES.CATHOLIC.NET: