sábado, 14 de marzo de 2020

Papa San Gregorio Magno y el coronavirus de su tiempo





Roberto de Mattei / Publicado el 28 febrero de 2020


El coronavirus, también conocido como COVID-19 y cuyo origen desconocemos, así como los verdaderos datos en cuanto a su difusión y posibles consecuencias, está envuelto en un halo de misterio. Lo que sí sabemos es que las pandemias siempre se han considerado a lo largo de la historia como flagelos divinos, y que el único remedio que ofrece la Iglesia es la oración y la penitencia.

Así sucedió en Roma en el año 590, cuando San Gregorio Magno, de la familia senatorial de la gens Anicia, fue elegido papa con el nombre de Gregorio I (540-604).

Italia se hallaba convulsionada por enfermedades, carestía, agitación social y la devastadora invasión lombarda. Entre los años 589 y 590, una epidemia de peste, la temible lues inguinaria, tras haber devastado el territorio de Bizancio en Oriente y el de los francos en Occidente, se desencadenó sobre la ciudad de Roma. Los habitantes de la urbe vieron en dicha epidemia un castigo divino por la corrupción de la ciudad.

La primera víctima que segó la peste en Roma fue el papa Pelagio II, que falleció el 5 de febrero del año 590 y fue sepultado en San Pedro. El clero y el senado romanos eligieron como sucesor a Gregorio, que tras haber sido prefectus urbis, vivía en su celda monástica del monte Celio. Después de ser consagrado el 3 de octubre, el nuevo pontífice tuvo que afrontar el flagelo repentino de la peste.

San Gregorio de Tours (538-594), contemporáneo y cronista de aquellos sucesos, cuenta que en un memorable sermón predicado en la iglesia de Santa Sabina, Gregorio invitó a los romanos a imitar, contritos y penitentes, el ejemplo de los ninivitas:




«Mirad a vuestro alrededor y ved la espada de la ira de Dios desenvainada sobre todo el pueblo. La muerte nos arrebata repentinamente del mundo sin concedernos un instante de tregua. ¡Cuántos en este mismo momento están en poder del mal a nuestro alrededor sin poder pensar siquiera en la penitencia!»


Así pues, el Papa los exhortó a alzar la mirada a Dios, que permite tan tremendos castigos para corregir a sus queridos hijos. A fin de aplacar la cólera divina mandó celebrar una letanía septiforme, es decir, una procesión de toda la población romana, dividida en siete cortejos con arreglo a su sexo, edad y condición social.

La procesión partió de las diversas iglesias romanas en dirección a la basílica vaticana entonando las letanías en su recorrido por la Ciudad Eterna. Éste es el origen de las letanías mayores o rogaciones de la Iglesia, con las que imploramos a Dios que nos salve de adversidades.

Los siete cortejos avanzaban entre los edificios de la antigua urbe, descalzos, a paso lento y con la cabeza cubierta de ceniza. Mientras avanzaban en medio de un silencio sepulcral, la epidemia se agravó al extremo de que en el breve espacio de una hora ochenta personas cayeron muertas al suelo. Con todo, San Gregorio no dejó por un momento de exhortar al pueblo para que siguiese rezando y pidió que un cuadro de Nuestra Señora de Araceli, pintada por el evangelista San Lucas, encabezara la procesión (Gregorio de Tours, Historiae Francorum, libro X, 1).





La Leyenda Áurea, compendio de tradiciones transmitidas desde los primeros siglos de la era cristiana compilado por Jacobo de la Vorágine, narra que a medida que avanzaba la imagen, el aire se iba volviendo más limpio y saludable y se disolvían los pestíferos miasmas, como si no pudieran soportar la sagrada presencia.





Cuando llegaron al puente que comunica la ciudad con el mausoleo de Adriano, conocido en el Medioevo como Castellum Crescentii, de repente, se oyó a un coro de ángeles que cantaban:



«¡Regina Cœli, laetare, Alleluja / Quia quem meruisti portare, Alleluja / Resurrexit sicut dixit, Alleluja!»


A lo que San Gregorio respondió en voz alta:



«¡Ora pro nobis rogamus, Alleluia!»


Fue así como nació el Regina Cœli, la antífona con la que en el tiempo pascual saluda la Iglesia a María Reina con motivo de la resurrección del Salvador.





Terminado el canto, los ángeles se colocaron en círculo en torno al cuadro y San Gregorio Magno, alzando los ojos, vio en lo alto del castillo a un ángel exterminador que, tras limpiar la espada chorreante de sangre la enfundaba en señal de haber cesado el castigo.



«TuncGregorius vidi super Castrum Crescentiiangelum Domini qui glaudiumcruentatumdetergens in vagina revocabat: intellexitque Gregorius quod pestisilla cessasset et sic factum est. Unde et castrum illud castrum Angeli deincepsvocatum est»


Comprendió San Gregorio que la peste había llegado a su fin, y desde entonces el castillo fue conocido como Castillo del Santo Ángel (Leyenda Áurea, Jacobo de la Vorágine).





El papa Gregorio fue más tarde canonizado y proclamado Doctor de la Iglesia, y pasó a la historia con el sobrenombre de Magno. Después de su muerte los romanos comenzaron a llamar al mausoleo de Adriano con el nombre de Castillo del Santo Ángel, y en recuerdo del prodigio instalaron en lo alto una estatua de San Miguel enfundando su espada.





En el Museo Capitolino se conserva todavía una piedra circular con la impronta de los pies que, según la tradición, habría dejado el Arcángel cuando se detuvo para anunciar el fin de la epidemia.

El cardenal César Baronio, conocido por su rigor uno de los mayores historiadores de la Iglesia, confirma la aparición del Arcángel en el techo del castillo (Odorico Ranaldi, Annali ecclesiastici tratti da quelli del cardinal Baronio, anno 590, Appresso Vitale Mascardi, Roma 1643, pp. 175-176).
Es preciso señalar que el Ángel, gracias a la invocación de San Gregorio, envainó la espada. Esto quiere decir que la había desenvainado antes para castigar los pecados del pueblo romano.





Los ángeles son en realidad ejecutores de los castigos de Dios sobre los pueblos, como nos recuerda la dramática visión del Tercer Secreto de Fátima, exhortándonos al arrepentimiento:






«Vimos un ángel con una espada de fuego en la mano izquierda que despedía unas llamas que parecía que fueran a incendiar el mundo. Pero se apagaron al entrar en contacto con el esplendor que irradiaba hacia él desde la mano derecha de Nuestra Señora. Y señalando a la Tierra con la mano derecha, el ángel exclamó con voz sonora: “¡Penitencia, penitencia, penitencia!”»





¿Guarda alguna relación la propagación del coronavirus con la visión del Tercer Secreto?


Ya se verá.

En todo caso, la exhortación a la penitencia sigue siendo el remedio primordial que nos garantiza la salvación, tanto en el tiempo como en la eternidad. Las palabras de San Gregorio Magno deben seguir resonando en nuestro corazón: 



«¿Qué decir de los terribles sucesos que hemos presenciado sino que son presagio de la ira futura? Meditad, pues, carísimos hermanos, con suma atención en aquel día. Enmendad vuestra vida. Cambiad vuestras costumbres. Venced con todas vuestras fuerzas la tentación del mal. Expiad con lágrimas los pecados cometidos»


De estas palabras, y no del "sueño de la Amazonia feliz", tiene hoy necesidad la Iglesia, que se nos muestra tal como la veía San Gregorio en su tiempo: 



«Nave vetusta y tremendamente desvencijada: las olas penetran por todas partes, las maderas están podridas, y es zarandeada por la violenta y diaria tempestad, presagiando el naufragio»


(Registrum I, 4 ad Ioann. episcop. Constantinop.).


Entonces la Divina Providencia suscitó un piloto que, como afirma San Pío X, supo «llevarla a puerto entre aquel oleaje proceloso, guardándola de futuras tormentas» (Encíclica Jucunda sane del 12 de marzo de 1904).


Roberto de Mattei / Publicado el 28 febrero de 2020


Fuente - Texto tomado de ES.CORRISPONDENZAROMANA.IT:

https://es.corrispondenzaromana.it/san-gregorio-y-el-coronavirus-de-su-tiempo/


Cómo afrontó San Carlos Borromeo la epidemia de su tiempo



Por INFOVATICANA | 10 de marzo de 2020


(Roberto de Mattei / Adelante la Fe)


San Carlos Borromeo (1538-1584), cardenal de la Santa Iglesia Católica y arzobispo de Milán de 1565 a 1583, fue calificado en el decreto de su canonización como «un hombre que, mientras el mundo le sonríe con grandes halagos, vive crucificado en el mundo, vive del espíritu, pisoteando las cosas terrenales, busca continuamente las celestiales, no solo porque desempeñaba el oficio de un ángel, sino porque emulaba en la tierra los pensamientos y las obras de la vida de los ángeles» (Paulo V, bula Unigenitus del 1 de noviembre de 1610).

La devoción a los ángeles acompañó la vida de San Carlos, al cual el conde de Olivares, don Enrique de Guzmán, embajador de Felipe II en Roma, calificó de «más ángel que hombre» (Giovanni Pietro Giussano, Vita di San Carlo Borromeo, Stamperia della Camera Apostolica, Roma 1610, p. 441). Muchos artistas, como Teodoro Vallonio en Palermo y Sebastien Bourdon han representado en sus pinturas a San Carlos Borromeo contemplando a un ángel que reenfunda su espada ensangrentada, dando con ello a entender que había cesado la terrible epidemia de peste de 1576.
Todo había comenzado en el mes de agosto de aquel año. Milán estaba en fiesta para recibir a Don Juan de Austria, que iba a pasar por el Camino Español por haber sido nombrado gobernador de Flandes. Las autoridades de la ciudad se desvivían por agasajar al príncipe hispano con los máximos honores. Pero Carlos, que ya llevaba seis años ejerciendo como prelado de la arquidiócesis, seguía con preocupación las noticias que llegaban de Trento, Verona y Mantua, donde la peste ya había comenzado a segar vidas.

Los primeros casos se dieron en Milán el 11 de agosto, precisamente cuando llegaba Don Juan de Austria. El vencedor de Lepanto, seguido del gobernador don Antonio de Guzmán y Zúñiga, se alejó de la ciudad mientras Carlos, que había ido a Lodi para asistir a los funerales del obispo, se apresuró a ir allí. 

En Milán reinaban el miedo y la confusión, y el arzobispo se dedicó por entero a asistir a los enfermos y mandó elevar oraciones públicas y privadas. Dom Prosper Guéranger sintetiza con estas palabras la inagotable caridad del obispo: «Ante la ausencia de las autoridades locales, organizó los servicios sanitarios, fundó y renovó hospitales, consiguió dinero y víveres y decretó medidas preventivas. Ante todo hizo las diligencias para proporcionar socorro espiritual, asistencia a los enfermos, sepultura a los muertos y la administración de los sacramentos a los habitantes de la ciudad, que estaban confinados en su casa, entre otras medidas preventivas. Sin temor al contagio, sufragó personalmente los gastos visitando hospitales, encabezando procesiones de penitencia y haciéndose de todo a todos como un padre y verdadero pastor» (L’anno liturgico – II. Tempo Pasquale e dopo la Pentecoste, Paoline, Alba 1959, pp. 1245-1248).

San Carlos estaba convencido de que la epidemia era un azote enviado por el Cielo en castigo por los pecados del pueblo, y de que para remediarla era preciso recurrir a medios espirituales: la oración y la penitencia.

Reprochó a las autoridades civiles que hubieran cifrado su confianza en medios humanos y no divinos.


«¿No habían prohibido todas las reuniones pías, y todas las procesiones durante el tiempo del Jubileo? Tenía el convencimiento de que ésas habían sido las causas del castigo»


(Chanoine Charles Sylvain, Histoire de Saint Charles Borromée, Desclée de Brouwer, Lille 1884, vol. II, p. 135).

Los magistrados que gobernaban la ciudad siguieron oponiéndose a las ceremonias públicas por temor a que las aglomeraciones aumentaran el contagio. Pero Carlos, que estaba guiado por el Espíritu de Dios (señala otro de sus biógrafos), lo convenció aduciendo varios ejemplos, entre ellos el de San Gregorio Magno, que había detenido la plaga que asolaba Roma en el año 590 (Giussano, op. cit. p. 266).

Mientras se propagaba la epidemia, el arzobispo ordenó tres procesiones generales, que tendrían lugar los días 3, 5 y 6 de octubre en Milán a fin de aplacar la ira de Dios. El primer día, aunque no fuera cuaresma, el santo impuso cenizas en las cabezas de millares de personas congregadas mientras las exhortaba a la penitencia. Concluida la ceremonia, la procesión se dirigió a la basílica de San Ambrosio. Él mismo iba a la cabeza del pueblo vistiendo capa morada y capucha, descalzo, con la cuerda de penitente al cuello y portando una gran cruz. En la iglesia predicó sobre la primera lamentación del profeta Jeremías, Quomodo sedet sola civitas plena populo, y afirmó que los pecados del pueblo habían provocado la justa indignación de Dios.

La segunda de las procesiones encabezada por el cardenal se dirigió a la basílica Mayor de San Lorenzo. En su sermón, aplicó a la ciudad de Milán el sueño de Nabucodonosor narrado por el profeta Daniel, «haciendo ver que la venganza divina había caído sobre la urbe» (Giussano, Vita di San Carlo Borromeo, p. 267).

El tercer día, la procesión se dirigió desde la catedral hasta la basílica de Santa María en las inmediaciones de San Celso. San Carlos portaba en sus manos la reliquia del Santo Clavo de Nuestro Señor, que el emperador Teodosio había donado a San Ambrosio en el siglo V, y concluyó la ceremonia con un sermón titulado Peccatum peccavi Jerusalem (Jeremías 1,8).

La peste no tenía visos de disminuir, y Milán era una ciudad desierta, porque un tercio de la población había perdido la vida, y los demás estaban en cuarentena o no se atrevían a salir de su casa. El arzobispo ordenó que en las principales plazas y encrucijadas de la ciudad se erigiesen unas veinte columnas de piedra coronadas por una cruz para que los residentes de todos los barrios pudiesen asistir a las misas y rogativas públicas asomados a las ventanas de sus viviendas. Uno de los santos protectores de Milán era San Sebastián, el mártir al que habían recurrido los romanos durante la peste del año 672.

San Carlos propuso a los magistrados milaneses reconstruir el santuario dedicado al santo, que estaba en ruinas, y celebrar durante diez años una fiesta solemne en su honor. Por fin, en julio de 1577 cesó la peste, y en septiembre se colocó la primera piedra del templo cívico de San Sebastián, donde el veinte de enero de cada año se sigue celebrando todavía una Misa para conmemorar el fin de la epidemia.

La epidemia de peste que castigó Milán en 1576 fue lo mismo que había sido para Roma el saqueo de los lansquenetes cincuenta años antes: un castigo, pero también una ocasión de purificarse y convertirse. San Carlos Borromeo compiló sus meditaciones en un Memorial, en el que entre otras cosas escribió:


«Ciudad de Milán, tu grandeza se alzaba hasta los cielos, tus riquezas se extendían hasta los confines del mundo (…) Repentinamente, viene del Cielo la peste, que es la mano de Dios, y de golpe y porrazo ha sido abatida tu soberbia»


(Memoriale al suo diletto popolo della città e diocesi di Milano, Michele Tini, Roma 1579, pp. 28-29).

El santo estaba convencido de que todo ello se debía a la gran misericordia de Dios:


«Él hirió y Él sanó; Él azotó y Él curó; Él empuñó la vara de castigo, y ha ofrecido el báculo de sostén» (Memoriale, p. 81).


San Carlos Borromeo falleció el 3 de noviembre de 1584 y está sepultado en la catedral de Milán. Su corazón fue solemnemente trasladado a Roma, a la basílica de San Ambrosio y San Carlos en la Vía del Corso, donde todavía es venerado. Innumerables iglesias le están dedicadas, como el majestuoso templo Karlsikirche [iglesia de S. Carlos, N del T.] en Viena, edificado en el siglo XVIII como acto votivo del emperador Carlos VI, que había encomendado la ciudad a la protección del santo durante la peste de 1713.

Durante los dieciocho años que estuvo al frente de la arquidiócesis de Milán, San Carlos se dedicó con igual empeño a combatir la herejía, a la cual consideraba la peste espiritual. Según San Carlos:


«Ninguna otra culpa ofende más a Dios, ninguna provoca más su ira que el vicio de la herejía, y a su vez, nada arruina tanto las provincias y los reinos como esta horrenda pestilencia» (Conc. Prov. V, Pars I).


Citando esta frase, San Pío X lo calificó de «modelo del rebaño y los pastores en los tiempos modernos, inquebrantable defensor y asesor de la verdadera reforma católica contra aquellos recientes innovadores, cuya intención no era la reintegración, sino más bien la deformación y destrucción de la fe y las costumbres» (encíclica Edita saepe del 26 de mayo de 1910).



Fuente - Texto tomado de INFOVATICANA.COM: