jueves, 3 de noviembre de 2016

Ir a Misa es “elixir para mejorar la salud física y mental” - asegura científico de Harvard



Washington D.C., 3 de noviembre de 2016 / 02:20 pm (ACI)

En una columna recientemente publicada en el diario estadounidense USA Today, Tyler J. VanderWeele, profesor de epidemiología en la Universidad de Harvard, y el experto en comunicaciones John Siniff, calificaron la asistencia regular a Misa como un “elixir para mejorar la salud física y mental”.

El artículo del USA Today, titulado “La religión podría ser un medicamento milagroso”, apunta a los resultados de un estudio encabezado por VanderWeele y publicado en mayo de 2016 en la prestigiosa revista de psiquiatría JAMA Psychiatry, de la Asociación Americana de Medicina.

El estudio, titulado “Asociación entre asistencia a servicios religiosos y menores tasas de suicidio entre mujeres estadounidenses”, concluyó que “la asistencia frecuente a servicios religiosos estaba asociada con una tasa significativamente más baja de suicidio”.

VanderWeele y Siniff señalaron que “la salud y la religión están muy conectadas” y, de acuerdo al estudio publicado a mediados de 2016, los adultos que van a Misa al menos una vez a la semana, en comparación a quienes no asisten en lo absoluto, “han estado mostrando tener un menor riesgo de morir en la próxima década y media”.

“Los resultados han sido replicados en suficientes estudios y poblaciones para ser considerados bastante confiables”, aseguraron.

Si bien precisaron que “la ciencia no se adhiere a una fe sobre otra, o sugiere qué debe hacer la sociedad con esa información”, destacaron que tanto la sociedad en su conjunto y cada persona podrían aprovechar estos resultados.

“Los medios informativos, la academia y el público en general podrían usar esta nueva comprensión del gran valor social de la religión”, indicaron, mientras que para cada persona, “esta investigación hace una invitación no tan sutil a reconsiderar qué es lo que la religión puede hacer por ellos”.

Quienes asisten a Misa, señalaron, son menos propensos a fumar, o más propensos a dejar de fumar por completo, produciendo significativos beneficios de salud”.

Además, destacaron, la investigación en Harvard y en otras partes indica que, posiblemente debido a un mensaje de fe o esperanza, quienes asisten a servicios son más optimistas y tienen menores tasas de depresión. La investigación de Harvard también ha mostrado que la asistencia protege contra el suicidio”.


“Otros han encontrado que quienes van a la iglesia aseguran tener un propósito más grande en la vida, y desarrollan más autocontrol”.

Mientras que algunos estadounidenses han reemplazado la asistencia a Misa, que es vista como 'pintoresca y anticuada', por la 'espiritualidad', VanderWeele y Siniff precisaron que ir a la iglesia y no una 'espiritualidad privada o práctica solitaria', con lo beneficioso para la salud.

“Algo en la participación religiosa comunitaria parece ser esencial”, señalaron.


Asistir a Misa, dijeron, ha mostrado que incrementa la probabilidad de un matrimonio estable, eleva el sentido propio del significado, y extiende la propia red social”, así como “lleva a mayores donaciones caritativas y un voluntariado y compromiso cívico más robusto”.

VanderWeele y Siniff destacaron que “algo en la experiencia y participación religiosa comunitaria importa. Algo poderoso parece suceder ahí, y mejora la salud”.

“Esto tiene importantes implicaciones para el grado en el que la sociedad promueve y protege a las instituciones religiosas, entre otros, señalaron.

Fuente - Texto tomado de ACIPRENSA.COM:

San Carlos Borromeo - Arzobispo de Milán y Cardenal - Fiesta 4 de Noviembre


Entre los grandes hombres de la Iglesia que, en los días turbulentos del siglo XVI, lucharon por llevar a cabo la verdadera reforma que tanto necesitaba la Iglesia y trataron de suprimir, mediante la corrección de los abusos y malas costumbres, los pretextos que aprovechaban en toda Europa los promotores de la falsa reforma, ninguno fue, ciertamente, más grande ni más santo que el cardenal Carlos Borromeo.

Junto con San Pío VSan Felipe Neri y San Ignacio de Loyola, es una de las cuatro figuras más grandes de la contrareforma. Era un noble de alta alcurnia. Su padre, el conde Gilberto Borromeo, se distinguió por su talento y sus virtudes. Su madre, Margarita, pertenecía a la noble rama milanesa de los Médicis. Un hermano menor de su madre llegó a ceñir la tiara pontificia con el nombre de Pío IV. Carlos era el segundo de los varones entre los seis hijos de una familia.

Nació en el castillo de Arona, junto al lago Maggiore, el 2 de octubre de 1538. Desde los primeros años, dio muestras de gran seriedad y devoción. A los 12 años, recibió la tonsura, y su tío, Julio César Borromeo, le cedió la rica abadía benedictina de San Gracián y San Felino, en Arona, que desde tiempo atrás estaba en manos de la familia. Se dice que Carlos, aunque era tan joven, recordó a su padre que las rentas de ese beneficio pertenecían a los pobres y no podían ser aplicadas a gastos seculares, excepto lo que se emplease en educarle para llegar a ser, un día, digno ministro de la Iglesia.

Después de estudiar el latín en Milán, el joven se trasladó a la Universidad de Pavía, donde estudió bajo la dirección de Francisco Alciati, quien más tarde sería promovido al cardenalato a petición del santo. Carlos tenía cierta dificultad de palabra y su inteligencia no era deslumbrante, de suerte que sus maestros le consideraban como un poco lento; sin embargo, el joven hizo grandes progresos en sus estudios. La dignidad y seriedad de su conducta hicieron de él un modelo de los jóvenes universitarios, que tenían la reputación de ser muy dados a los vicios. El conde Gilberto sólo daba a su hijo una parte mínima de las rentas de su abadía y, por las cartas de Carlos, vemos que atravesaba frecuentemente por periodos de verdadera penuria, pues su posición le obligaba a llevar un tren de vida de cierto lujo. A los 22 años, cuando sus padres ya habían muerto, obtuvo el grado de doctor. Enseguida retornó a Milán, donde recibió la noticia de que su tío el cardenal de Médicis había sido elegido Papa en el cónclave de 1559, a raíz de la muerte de Pablo IV.

A principio de 1560, el nuevo Papa hizo a su sobrino cardenal diácono y, el 8 de febrero, le nombró administrador de la sede vacante de Milán, pero, en vez de dejarle partir, le retuvo en Roma y le confió numerosos cargos. En efecto, Carlos fue nombrado, en rápida sucesión, legado de Bolonia, de la Romaña y de la Marca de Ancona, así como protector de Portugal, de los países bajos, de los cantones católicos de Suiza y además, de las órdenes de San Francisco, del Carmelo, de los Caballeros de Malta y otras más. Lo extraordinario es que todos esos honores y responsabilidades recaían sobre un joven que no había cumplido aún 23 años y era simplemente clérigo de órdenes menores. Es increíble la cantidad de trabajo que San Carlos podía despachar sin apresurarse nunca, a base de una actividad regular y metódica. Además, encontraba todavía tiempo para dedicarse a los asuntos de su familia, para oír música y para hacer ejercicio. Era muy amante del saber y lo promovió mucho entre el clero, para lo que fundó en el Vaticano, con el objeto de instruir y deleitar a la corte pontificia, una academia literaria compuesta de clérigos y laicos, algunas de cuyas conferencias y trabajos fueron publicados entre las obras de San Carlos con el título de Noctes Vaticanae. Por entonces, juzgó necesario atenerse a la costumbre renacentista que obligaba a los cardenales a tener un palacio magnífico, una servidumbre muy numerosa, a recibir constantemente a los personajes de importancia y a tener una mesa a la altura de las circunstancias. Pero en su corazón, estaba profundamente desprendido de todas esas cosas.

Había logrado mortificar perfectamente sus sentidos y su actitud era humilde y paciente. Muchas almas se convierten a Dios en la adversidad; San Carlos tuvo el mérito de saber comprobar la vanidad de la abundancia al vivir en ella y, gracias a eso, su corazón se despegó cada vez más de las cosas terrenas. Había hecho todo lo posible por proveer al gobierno de la diócesis de Milán y remediar los desórdenes que había en ella; en este sentido, el mandato del Papa de que se quedase en Roma le dificultó la tarea. El Venerable Bartolomé de Martyribus, arzobispo de Braga, fue por entonces a la ciudad Eterna y San Carlos aprovechó la oportunidad para abrir su corazón a ese fiel siervo de Dios, a quien indicó:
"Ya veis la posición que ocupo. Ya sabéis lo que significa ser sobrino y sobrino predilecto de un Papa y no ignoráis lo que es vivir en la corte romana. Los peligros son inmensos. ¿Qué puedo hacer yo, joven inexperto? Mi mayor penitencia es el fervor que Dios me ha dado y, con frecuencia, pienso en retirarme a un monasterio a vivir como si sólo Dios y yo existiésemos"
El arzobispo disipó las dudas del cardenal, asegurándole que no debía soltar el arado que Dios le había puesto en las manos para el servicio de la Iglesia, sino que debía, más bien, tratar de gobernar personalmente su diócesis en cuanto se le ofreciese oportunidad. Cuando San Carlos se enteró de que Bartolomé de Martyribus había ido a Roma precisamente con el objeto de renunciar a su arquidiócesis, le pidió explicaciones sobre el consejo que le había dado, y el arzobispo hubo de usar de todo su tacto en tal circunstancia.

Pío IV había anunciado poco después de su elección que tenía la intención de volver a reunir el Concilio de Trento, suspendido en 1552. San Carlos empleó toda su influencia y su energía para que el Pontífice llevase a cabo su proyecto, a pesar de que las circunstancias políticas y eclesiásticas eran muy adversas. Los esfuerzos del cardenal tuvieron éxito, y el Concilio volvió a reunirse en enero de 1562. Durante los dos años que duró la sesión, el santo tuvo que trabajar con la misma diplomacia y vigilancia que había empleado para conseguir que se reuniese. Varias veces estuvo a punto de disolverse la asamblea, dejando la obra incompleta, pero, con su gran habilidad y con el constante apoyo que prestó a los legados del Papa, logró que la empresa siguiese adelante. Así pues, en las nueve reuniones generales y en las numerosísimas reuniones particulares se aprobaron muchísimos de los decretos dogmáticos y disciplinarios de mayor importancia. El éxito se debió a San Carlos más que a cualquier otro de los personajes que participaron en la asamblea, de suerte que puede decirse que él fue director intelectual y el espíritu rector de la tercera y última sesión del Concilio de Trento.

En el curso de las reuniones murió el conde Federico Borromeo, con lo cual, San Carlos quedó como jefe de su noble familia y su posición se hizo más difícil que nunca. Muchos supusieron que iba a abandonar el estado clerical para casarse, pero el santo ni siquiera pensó en ello. Renunció a sus derechos en favor de su tío Julio y se ordenó sacerdote en 1563. Dos meses más tarde, recibió la consagración episcopal, aunque no se le permitió trasladarse a su diócesis. Además de todos sus cargos, se le confió la supervisión de la publicación del Catecismo del Concilio de Trento y la reforma de los libros litúrgicos y de la música sagrada; él fue quien encomendó a Palestrina la composición de la Missa Papae Maecelli. Milán que había estado durante ochenta años sin obispo residente, se hallaba en un estado deplorable. El vicario de San Carlos había hecho todo lo posible por reformar la diócesis con la ayuda de algunos jesuitas, pero sin gran éxito. Finalmente, San Carlos consiguió permiso para reunir un concilio provisional y visitar su diócesis. Antes de que partiese, el Papa le nombró legado a latere para toda Italia. El pueblo de Milán le recibió con el mayor gozo y el santo predicó en la catedral sobre el texto "Con gran deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros". Diez Obispos sufragáneos asistieron al sínodo, cuyas decisiones sobre la observancia de los decretos del Concilio de Trento, sobre la disciplina y la formación del Clero, sobre la celebración de los divinos oficios, sobre la administración de los sacramentos, sobre la enseñanza dominical del catecismo y sobre muchos otros puntos, fueron tan atinados que el Papa escribió a San Carlos para felicitarle. Cuando el santo se hallaba en el cumplimiento del oficio como legado de Toscana, fue convocado a Roma para asistir a Pío IV en su lecho de muerte, donde también le asistió San Felipe Neri. El nuevo Papa Pío V, pidió a San Carlos que se quedase algún tiempo en Roma para desempeñar los oficios que su predecesor le había confiado, pero el santo aprovechó la primera oportunidad para rogar al Papa que le dejase partir y, supo hacerlo con tal tino, que Pío V le despidió con su bendición.

San Carlos llegó a Milán en abril de 1556 y, enseguida empezó a trabajar enérgicamente en la reforma de su diócesis. Su primer paso fue la organización de su propia casa. Puesto que consideraba el episcopado como un estado de perfección, se mostró sumamente severo consigo mismo. Sin embargo, supo siempre aplicar la discreción a la penitencia para no desperdiciar las fuerzas que necesitaba en el cumplimiento de su deber, de suerte que aún en las mayores fatigas conservaba toda su energía. Las rentas de que disfrutaba eran pingües, pero dedicaba la mayor parte de las obras de caridad y se oponía decididamente a la ostentación y al lujo. En cierta ocasión en que alguien ordenó que le calentasen el lecho, el santo dijo, sonriendo:
"La mejor manera de no encontrar el lecho demasiado frío es ir a él más frío de lo que pueda estar"
Francisco Panigarola, arzobispo de Asti, dijo en la oración fúnebre por San Carlos:
"De sus rentas no empleaba para su propio uso más que lo absolutamente indispensable. En cierta ocasión en que le acompañé a una visita del valle de Mesolcina, que es un sitio muy frío, le encontré por la noche estudiando, vestido únicamente con una sotana vieja. Naturalmente le dije que, si no quería morir de frío, tenía que cubrirse mejor y él sonrió al responderme:
'No tengo otra sotana. Durante el día estoy obligado a vestir la púrpura cardenalicia, pero ésta es la única sotana realmente mía y me sirve lo mismo en el verano que en el invierno' "
Cuando San Carlos se estableció en Milán, vendió la vajilla de plata y otros objetos preciosos en 30.000 coronas, suma que consagró íntegramente a socorrer a las familias necesitadas. Su limosnero tenía orden de repartir entre los pobres 200 coronas mensuales, sin contar las limosnas extraordinarias, que eran muy numerosas. La generosidad de San Carlos dejó un recuerdo imperecedero. Por ejemplo, supo ayudar tan liberalmente al Colegio Inglés de Douai, que el cardenal Allen solía llamar a San Carlos, fundador de la institución. Por otra parte, el santo organizó retiros para su clero. Él mismo hacía los Ejercicios Espirituales dos veces al año y tenía por regla confesarse todos los días antes de celebrar la misa. Su confesor ordinario era el Dr. Griffith Roberts, de la diócesis de Bangor, autor de la famosa gramática galesa. San Carlos nombró a otro galés (el Dr. Qwen, quien más tarde llegó a ser obispo de Calabria) vicario general de su diócesis, y llevaba siempre consigo una imagen de San Juan Fisher. Tenía el mayor respeto por la liturgia, de suerte que jamás decía una oración ni administraba ningún sacramento apresuradamente, por grande que fuese su prisa o por larga que resultase la función.



Su espíritu de oración y su amor de Dios dejaban en los otros un gran gozo espiritual, le ganaban los corazones, e infundían en todos el deseo de perseverar en la virtud y de sufrir por ella. Tal fue el espíritu que San Carlos aplicó a la reforma de su diócesis, empezando por la organización de su propia casa. Su casa estaba compuesta de 100 personas; la mayor parte eran clérigos, a lo que el santo pagaba generosamente para evitar que recibiesen regalos de otros. En la diócesis se conocía mal la religión y se la comprendía aún menos; las prácticas religiosas estaban desfiguradas por la superstición y profanadas por los abusos. Los sacramentos habían caído en el abandono, porque muchos sacerdotes apenas sabían cómo administrarlos y eran indolentes, ignorantes y de mala vida. Los monasterios se hallaban en el mayor desorden. Por medio de concilios provinciales, sínodos diocesanos y múltiples instrucciones pastorales, San Carlos aplicó progresivamente las medidas necesarias para la reforma del clero y del pueblo. Aquellas medidas fueron tan sabias, que una gran cantidad de prelados las consideran todavía como un modelo y las estudian para aplicarlas. San Carlos fue uno de los hombres más eminentes en teología pastoral que Dios enviara a su Iglesia para remediar los desórdenes producidos por la decadencia espiritual de la Edad Media y por los excesos de los reformadores protestantes. Empleando por una parte la ternura paternal y las ardientes exhortaciones y, poniendo rigurosamente en práctica, por la otra, los decretos de los sínodos, sin distinción de personas, ni clases, ni privilegios, doblegó poco a poco a los obstinados y llegó a vencer dificultades que habrían desalentado aún a los más valientes. San Carlos tuvo que superar su propia dificultad de palabra, a base de paciencia y atención, pues tenía un defecto en la lengua. A este propósito, decía su amigo Aquiles Gagliardi:
"Muchas veces me he maravillado de que, aún sin poseer elocuencia natural alguna, sin tener ningún atractivo especial en su persona, haya conseguido obrar tales cambios en el corazón de sus oyentes. Hablaba brevemente, con suma seriedad y apenas se podía oír su voz; sin embargo, sus palabras producían siempre efecto"
San Carlos ordenó que se atendiese especialmente a la instrucción cristiana de los niños. No contento con imponer a los sacerdotes la obligación de enseñar públicamente el catecismo todos los domingos y días de fiesta, estableció la Cofradía de la Doctrina Cristiana, que llegó a contar, según se dice, con 740 escuelas, 3.000 catequistas y 40.000 alumnos. Así pues, San Carlos fundó las "escuelas dominicales" dos siglos antes de que Roberto Raikes las introdujese en Inglaterra para los niños protestantes. San Carlos se valió particularmente de los clérigos regulares de San Pablo ("barnabitas"), cuyas constituciones él mismo había ayudado a revisar y, en 1578, fundó una congregación de sacerdotes seculares, llamados Oblatos de San Ambrosio que, por un voto simple de obediencia a su obispo, se ponían a disposición de éste para que los emplease a su gusto en la obra de la salvación de las almas. Pío XI formó parte más tarde de esa congregación, cuyos miembros se llaman actualmente Oblatos de San Ambrosio y de San Carlos.

Pero en todas partes se acogió bien la obra reformadora del santo, quien en ciertos casos tuvo que hacer frente a una oposición violenta y sin escrúpulos. En 1567, tuvo una dificultad con el senado. Ciertos laicos que llevaban abiertamente una vida poco edificante y se negaban a prestar oídos a las exhortaciones del santo, fueron aprisionados por orden suya. El senado amenazó, con ese motivo, a los funcionarios de la curia del arzobispo, y el asunto llegó hasta el Papa y Felipe II de España. Entre tanto, el alguacil episcopal fue golpeado y expulsado de la ciudad. San Carlos, después de considerar la cosa maduramente, excomulgó a los que habían participado en el ataque. Finalmente, el fallo sobre este conflicto de jurisdicción favoreció a San Carlos, ya que en la antigua ley un arzobispo gozaba de cierto poder ejecutivo; pero el gobernador de Milán se negó a aceptar esa decisión. San Carlos partió por entonces a visitar tres valles alpinos: el de Levantina, el de Bregno y La Riviera, que los anteriores arzobispos habían dejado completamente abandonados y donde la corrupción del clero era todavía mayor que la de los laicos, con los resultados que pueden imaginarse. El santo predicó y catequizó por todas partes, destituyó a los clérigos indignos y los reemplazó por hombres capaces de restaurar la fe y las costumbres del pueblo y de resistir a los ataques de los protestantes zwinglianos. Pero sus enemigos de Milán no le dejaron mucho tiempo en paz. Como la conducta de algunos de los canónigos de la colegiata de Santa María della Scala (que pretendían estar exentos de la jurisdicción del ordinario) no correspondiese a su dignidad, San Carlos consultó a San Pío V, quien le contestó que tenía derecho a visitar dicha iglesia y a tomar contra los canónigos las medidas que juzgase necesarias. San Carlos se presentó entonces en la iglesia a hacer la visita canónica; pero los canónigos le dieron con la puerta en las narices y alguien hizo un disparo contra la cruz que el santo había alzado con la mano durante el tumulto. El senado se puso en favor de los canónigos y presentó a Felipe II de España las más virulentas acusaciones contra el arzobispo, diciendo que se había arrogado los derechos del rey, porque la colegiata estaba bajo el patronato regio. Por otra parte, el gobernador de Milán escribió al Papa, amenazando con desterrar al cardenal Borromeo por traidor. Finalmente, el rey escribió al gobernador para que apoyase al arzobispo y los canónigos ofrecieron resistencia algún tiempo, pero acabaron por doblegarse.

Antes de que ese asunto se solucionase, la vida de San Carlos corrió un peligro todavía mayor. La orden religiosa de los humiliati, que contaba ya con muy pocos miembros pero poseía aún muchos monasterios y tierras, se había sometido a las medidas reformadoras del arzobispo, pero los humiliati estaban totalmente corrompidos y su sumisión había sido aparente. En efecto, intentaron por todos los medios conseguir que el Papa anulase las disposiciones de San Carlos y, al fracasar sus intentos, tres priores de la orden tramaron un complot para asesinar a San Carlos. Un sacerdote de la orden, llamado Jerónimo Donati Farina, aceptó hacer el intento de matar al santo por veinte monedas de oro. Se obtuvo esa suma con la venta de los ornamentos de una iglesia. El 26 de octubre de 1569, Farina se apostó a la puerta de la capilla de la casa de San Carlos, en tanto que éste rezaba las oraciones de la noche con los suyos. Los presentes cantaban un himno de Orlando di Lasso y, precisamente en el momento en que entonaban las palabras:




"Ya es tiempo de que vuelva a Aquél que me envió"
El asesino descargó su pistola contra el santo. Farina consiguió escapar en el tumulto que se produjo, en tanto que San Carlos, pensando que estaba herido de muerte, encomendaba su vida a Dios. En realidad la bala sólo había tocado sus ropas y su manto cardenalicio había caído al suelo, pero el santo estaba ileso. Después de una solemne procesión de acción de gracias, San Carlos se retiró unos días a un monasterio de la Cartuja para consagrar nuevamente su vida a Dios.

Al salir de su retiro, visitó otra vez los tres valles de los Alpes y aprovechó la oportunidad para recorrer también los cantones suizos católicos, donde convirtió a cierto número de zwinglianos y restauró la disciplina en los monasterios. La cosecha de aquel año se perdió y, al siguiente, Milán atravesó por un periodo de carestía. San Carlos pidió ayuda para procurar alimentos a los necesitados y, durante tres meses, dió de comer diariamente a 3.000 pobres con sus propias rentas. Como había estado bastante mal de salud, los médicos le ordenaron que modificase su régimen de vida, pero el cambio no produjo ninguna mejoría. Después de asistir en Roma al cónclave que eligió a Gregorio XIII, el santo volvió a su antiguo régimen y así, pronto se recuperó. Al poco tiempo, tuvo un nuevo conflicto con el poder civil de Milán, pues el nuevo gobernador, Don Luis de Requesens, trató de reducir la jurisdicción local de la Iglesia y de poner en mal al arzobispo con el rey. San Carlos no vaciló en excomulgar a Requesens quien, para vengarse, envió un pelotón de soldados a patrullar las cercanías del palacio episcopal y prohibió que las cofradías se reuniesen cuando no estuviera presente un magistrado. Felipe II acabó por destituir al gobernador. Pero esos triunfos públicos no fueron, por cierto, la parte más importante del "cuidado pastoral" que ensalza el oficio de la fiesta de San Carlos. Su tarea principal consistió en formar un clero virtuoso y bien preparado. En cierta ocasión en que un sacerdote ejemplar se hallaba gravemente enfermo, las gentes comentaron que el arzobispo se preocupaba demasiado por él. El santo respondió:
"¡Bien se ve que no sabéis lo que vale la vida de un buen sacerdote!"
Ya mencionamos arriba la fundación de los oblatos de San Ambrosio, que tanto éxito tuvieron. Por otra parte, San Carlos reunió cinco sínodos provinciales y once diocesanos. Era infatigable en la visita a las parroquias. Cuando uno de sus sufragáneos le dijo que no tenía nada que hacer, el santo le mandó una larga lista de las obligaciones episcopales, añadiendo después de cada punto:
"¿Cómo puede decir un obispo que no tiene nada que hacer?"
El santo fundó tres seminarios en la arquidiócesis de Milán, para otros tantos tipos de jóvenes que se preparaban al sacerdocio y exigió en todas partes que se aplicasen las disposiciones del Concilio Tridentino acerca de la formación sacerdotal. En 1575, fue a Roma a ganar la indulgencia del jubileo y, al año siguiente, la instituyó en Milán. Acudieron entonces a la ciudad grandes multitudes de peregrinos, algunos de los cuales estaban contaminados con la peste, de suerte que la epidemia se propagó en Milán con gran virulencia.

El gobernador y muchos de los nobles abandonaron la ciudad. San Carlos se consagró enteramente al cuidado de los enfermos. Como su clero no fuese suficientemente numeroso para asistir a las víctimas, reunió a los superiores de las comunidades religiosas y les pidió ayuda. Inmediatamente se ofrecieron como voluntarios muchos religiosos, a quien San Carlos hospedó en su propia casa. Después escribió al gobernador, Don Antonio de Guzmán, echándole en cara su cobardía, y consiguió que volviese a su puesto, con otros magistrados, para esforzarse en poner coto al desastre. El hospital de San Gregorio resultaba demasiado pequeño y siempre estaba repleto de muertos, moribundos y enfermos a quienes nadie se encargaba de asistir. El espectáculo arrancó lágrimas a San Carlos, quien tuvo que pedir auxilio a los sacerdotes de los valles alpinos, pues los de Milán se negaron, al principio, a ir al hospital. La epidemia acabó con el comercio, lo cual produjo la carestía. San Carlos agotó literalmente sus recursos para ayudar a los necesitados y contrajo grandes deudas. Llegó al extremo de transformar en vestidos para los pobres, los toldos y doseles de colores que solían colgarse desde el palacio episcopal hasta la catedral, durante las procesiones. Se colocó a los enfermos en las casas vacías de las afueras de la ciudad y en refugios improvisados; los sacerdotes organizaron cuerpos de ayudantes laicos, y se erigieron altares en las calles para que los enfermos pudiesen asistir a misa desde las ventanas. Pero el arzobispo no se contentó con orar, hacer penitencia, organizar y distribuir, sino que asistió personalmente a los enfermos, a los moribundos y acudió en socorro de los necesitados.

Los altibajos de la peste duraron desde el verano de 1576 hasta principios de 1578. Ni siquiera en ese período dejaron los magistrados de Milán de hacer intentos para poner en mal a San Carlos con el Papa. Talvés algunas de sus quejas no eran del todo infundadas, pero todas ellas revelaban, en el fondo, la ineficacia y estupidez de quienes las presentaban. Cuando terminó la epidemia, San Carlos decidió reorganizar el capítulo de la catedral sobre la base de la vida común. Los canónigos se opusieron y el santo determinó entonces fundar sus oblatos.

En la primavera de 1580, hospedó durante una semana a una docena de jóvenes ingleses que iban de paso hacia la misión de Inglaterra y uno de ellos predicó ante él: era el Beato Rodolfo Sherwin, quien un año y medio más tarde había de morir por la fe en Londres. Poco después, San Carlos le dio la primera comunión a San Luis Gonzaga, que tenía entonces doce años. Por esa época viajó mucho y las penurias y fatigas empezaron a afectar su salud. Además, había reducido las horas de sueño y el Papa hubo de recomendarle que no llevase demasiado lejos el ayuno cuaresmal. A fines de 1583, San Carlos fue enviado a Suiza como visitador apostólico y en Grisons tuvo que enfrentarse no sólo contra los protestantes, sino también contra un movimiento de brujas y hechiceros. En Roveredo, el pueblo acusó al párroco de practicar la magia y el santo se vio obligado a degradarle y entregarle al brazo secular. No se avergonzaba de discutir pacientemente sobre puntos teológicos con las campesinas protestantes de la región y, en cierta ocasión, hizo esperar a su comitiva hasta que consiguió hacer aprender el Padrenuestro y el Avemaría a un ignorante pastorcito. Habiéndose enterado de que el duque Carlos de Saboya había caído enfermo en Vercelli, fue a verle inmediatamente y le encontró agonizante. Pero, en cuanto entró en la habitación del duque, éste exclamó:
"¡Estoy curado!"
El santo le dió la comunión al día siguiente. Carlos de Saboya pensó siempre que había recobrado la salud gracias a las oraciones de San Carlos y, después de la muerte de éste, mandó colgar en su sepulcro una lámpara de plata.

En el año de 1584, decayó más la salud del santo. Después de fundar en Milán una casa de convalecencia, San Carlos partió en octubre, a Monte Varallo para hacer su retiro anual, acompañado por el P. Adorno, S. J. Antes de partir, había predicho a varias personas que le quedaba ya poco tiempo de vida. En efecto, el 24 de octubre se sintió enfermo y, el 29 del mismo mes, partió de regreso a Milán, a donde llegó el día de los fieles difuntos. La víspera había celebrado su última misa en Arona, su ciudad natal. Una vez en el lecho, pidió los últimos sacramentos "inmediatamente" y los recibió de manos del arcipreste de su catedral.

Al principio de la noche del 3 al 4 de noviembre, murió apaciblemente, mientras pronunciaba las palabras:
"Ecce venio"
No tenía más que 46 años de edad. La devoción al santo cardenal se propagó rápidamente. En 1601, el cardenal Baronio, quien le llamó "un segundo Ambrosio", mandó al clero de Milán una orden de Clemente VIII para que, en el aniversario de la muerte del arzobispo, no celebrasen misa de requiem, sino una misa solemne.

San Carlos fue oficialmente canonizado por Paulo V el 1 de noviembre de 1610.

Fuente - Texto tomado de CORAZONES.ORG:

Impresionante revelación: San Malaquías y sus profecías - Fiesta 3 de noviembre



San Malaquías y sus profecías

Etim.: "Malaquías" significa "ángel del Señor"
Fiesta: 3 de noviembre

Nació en Armagh, Irlanda, en 1094 en la familia O'Morgair, según San Bernardo de la nobleza. Fue bautizado con el nombre de Maelmhaedhoc (latinizado como Malaquías). Fue educado por Imhar O'Hagan y después por el Abbad Armagh. Fue ordenado sacerdote por St. Cellach (Celsus) en 1119. 

Después de su ordenación continuó sus estudios de liturgia y teología en Lismore, San Malchus. En 1123 fue elegido abad de Bangor y un año mas tarde fue consagrado obispo de Connor. En 1132, fue elevado a la primacía de Armagh. San Bernardo nos dice que San Malaquías poseía un gran celo por la religión.

Al morir San Celsus, San Malaquías fue nombrado Arzobispo de Armagh en 1132, aunque por su gran humildad le costó aceptarlo. Las intrigas no le permitieron asumir su cargo por dos años. En tres años restauró la disciplina eclesiástica en Armagh.

En 1139 viajó a Roma y en el camino visitó a San Bernardo en Clairvaux. En Roma fue nombrado legado de Irlanda. Regresando vía Clairvaux obtuvo cinco monjes para fundar en Irlanda y fue así que surgió la gran abadía de Mellifont en 1142. 

En un segundo viaje a Roma, San Malaquías enfermó llegando a Clairvaux y murió en los brazos de San Bernardo el 2 de noviembre. 

Se le atribuyen muchos milagros pero por lo que más se le recuerda es por su don de profecía. Entre estas la más famosa es la referente a los papas (ver abajo). Sin embargo no hay certeza de que ésta sea auténtica. 

Fue canonizado por el Papa Clemente III, el 6 de julio de 1199. Su fiesta se celebra el 3 de noviembre.

Profecías de San Malaquías

Sobre su propia muerte

Según nos relata San Bernardo, San Malaquías anunció el día exacto de su muerte (2 de noviembre) estando con él en la abadía de Clairvaux.

Sobre Irlanda

Anuncia que Irlanda, su patria, será oprimida y perseguida por Inglaterra, trayéndole calamidades por 7 siglos, pero que preservaría la fidelidad a Dios y a Su Iglesia en medio de todas sus pruebas. Al final de ese período sería liberada y sus opresores serían entonces castigados. Irlanda católica será instrumental en el regreso de Inglaterra a la fe. Se dice que esta profecía fue copiada por Dom Mabillon de un antiguo manuscrito de Clairvaux y transmitida por él al mártir sucesor de Oliver Plunkett.

Sobre los Papas

La más famosa de las profecías atribuidas a San Malaquías es sobre los Papas. Está compuesta de "lemas" para cada uno de 112 Papas, desde Celestino II, elegido en 1130, hasta el fin del mundo. 

Estos "lemas" descriptivos de los Papas pueden referirse a un símbolo de su país de origen, a su nombre, su escudo de armas, a su talento o cualquier otra cosa referente al Papa. Por ejemplo, el lema de Urbano VIII es Lilium et Rosa; El era de Florencia, Italia, en cuyo escudo aparece la fleur-de-lis. 

¿Son auténticas?

Se ha debatido mucho si San Malaquías es el verdadero autor. En contra se argumenta que el manuscrito original no se ha encontrado. Estuvieron perdidas hasta el siglo XVI en que se publicaron con el libro "Lignum Vitae" del historiador benedictino Arnold Wion. Si San Malaquías es el autor, las profecías estuvieron desaparecidas por 400 años. También es extraño el silencio sobre estas profecías por parte de San Bernardo amigo de San Malaquías, quién escribió su biografía y nos relata sobre otros escritos del santo. Muchas hipótesis han querido explicar las profecías y su origen. 

En el siglo XVII, el Padre Menestrier, jesuita, presentó la hipótesis de que la profecía son un plagio para influenciar las elecciones de Gregorio XIV en el cónclave del 1590. El lema que le corresponde a este Papa en la profecía es "antiquitate urbis", que hace alusión a su ciudad natal y sede episcopal, Orvieto (Latín: Urbs vetus). Pero el Padre Menestrier no ofrece pruebas para sus acusaciones.

Por otra parte, uno de los mas respetados historiadores del mismo siglo XVI, Onofrio Panvinio, corregidor y revisor de la Biblioteca Vaticana en 1556, parece aceptar completamente la autenticidad de la profecía de Malaquías.

Según la hipótesis del Abad Cucherat (1871), San Malaquías escribió la profecía en Roma, entre los años 1139 y 1140 cuando visitaba al Papa Inocencio II para reportarle los asuntos de su diócesis. Entonces entregó su manuscrito al Papa para consolarlo en sus tribulaciones. El Papa guardó el manuscrito en los archivos romanos donde quedó olvidado hasta su descubrimiento en el 1590 (Cucherat, "Proph. de la succession des papes", ch. xv).

Los últimos Papas

#101: "Crux de Cruce" (Cruz de Cruz). Pío IX (1846-1878)
#102: "Lumen in caelo" (Luz en el cielo). León XIII (1878-1903).
#103: "Ignis ardens" (Fuego Ardiente). Pío X (1903-1914).
#104: "Religio Depopulata" (Religión devastada). Benedicto XV (1914-1922).
#105: “Fides intrepida” (La Fe Intrépida). Pío XI (1922 –1939).

#106: “Pastor angelicus” (Pastor angélico). Pío XII (1939-1958). Reconocido como un gran intelectual y defensor de la paz.

#107: “Pastor y nauta” (Pastor y navegante). Juan XXIII (1958-1963).

Juan XXIII fue Cardenal de Venecia, ciudad de navegantes. Condujo la Iglesia al Con. Vat. II.

#108: “Flos florum” (Flor de las flores). Pablo VI (1963-1978). 
Su escudo contiene la flor de lis (la flor de las flores). 

#109: “De medietate Lunae” (De la Media Luna). Juan Pablo I (1978-1978). 
Su nombre era “Albino Luciani” (luz blanca). Nació en la diócesis de Belluno (del latín bella luna). Fue elegido el 26 de agosto de 1978. La noche del 25 al 26 la luna estaba en “media luna”. Murió tras un eclipse de la luna. También su nacimiento, su ordenación sacerdotal y episcopal ocurrieron en noches de media luna.

#110: “De labore solis” (De la fatiga o trabajo del sol). Juan Pablo II (1978-2005). Ha sido capaz de un trabajo extraordinario y extenso. En los días de su nacimiento y muerte hubo eclipses solares.

#111: “Gloria Olivae” (La gloria del olivo). Benedicto XVI (2005). Toma su nombre por San Benito y Benedicto XV. Los Benedictinos tuvieron una rama llamada los "olivetans". Benedicto XV se destacó por sus esfuerzos por la paz durante la Primera Guerra Mundial.

Queda uno solo en la lista:

#112: “Petrus Romanus” (Pedro Romano). Quién será el último Papa ya que en su reinado ocurrirá el fin: 

"En la persecución final de la Santa Iglesia Romana reinará Petrus Romanus (Pedro el Romano), quien alimentará a su grey en medio de muchas tribulaciones. Después de esto la ciudad de las siete colinas será destruida y el temido juez juzgará a su pueblo. El Fin".

Algunas observaciones:

Algunos observan que, aunque la profecía dice que Petrus Romanus es el último Papa, no especifica si hay o no Papas entre él y su predecesor (Gloria olivoe). En ese caso San Malaquías habría hecho la lista de los próximos 111 Papas y entonces saltado al último. Esto es especulación.

La relación entre los Papas y sus lemas, en algunos casos es sorprendente, en otros sólo encaja con explicaciones bastante elaboradas. También hay lemas que son lo suficiente amplios como para poder ajustarse a muchos Papas. Por ejemplo, todos los Papas del siglo XX han tenido una "fe intrépida" y han sino "Pastores angélicos".

Es importante tener en cuenta que estas profecías no son parte del magisterio de la Iglesia ni son necesarias para la salvación. La validez de su contenido no está garantizada por la Iglesia.

Recordemos que una profecía vale tanto y cuanto nos ayude o anime a vivir la fe ya revelada. Estas profecías podrán tener su interés pero ayudan poco para lograr esa meta. Por algo la Iglesia oficialmente les ha dado tan poca importancia.

Fuente - Texto tomado de CORAZONES.ORG:


El siguiente texto fue tomado del sitio web:


Contiene esta extraña descripción:

'La lista termina aquí y el final del escrito de Malaquías termina con una escalofriante frase de un Papa sin número al cual le llama Pedro el Romano. 

“Durante la persecución final de la Santa Iglesia de Roma reinará, Pedro el Romano, quien alimentará a su rebaño entre muchas tribulaciones; tras lo cual, la ciudad de las siete colinas será destruida y el Juez Terrible juzgará al pueblo. Fin.

Pedro el Romano podría ser, según los intérpretes de este escrito, el último Papa antes de la caída de la Iglesia Católica; lo cierto es que la profecía no señala exactamente el fin del mundo o el fin del catolicismo.

Si se empata esta visión de San Malaquías con el escrito del apocalipsis de Nostradamus:

“Al principio habrán enfermedades mortales como advertencia, luego habrán plagas, morirán muchos animales, habrán catástrofes, cambios climáticos, y finalmente empezarán las guerras e invasiones del rey negro”. 

Podríamos fijar que un “Rey Negro” seria quien llevaría a la muerte y destrucción a la humanidad y que si bien se ha pensado en la posible coincidencia del presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, primer presidente de color de la nación más poderosa del mundo, los historiadores indican que aquel rey vendrá de la santa sede y que la imagen de Pedro el Romano sería de un Papa aterrador que engañará y traicionará a su nunciatura, fieles y a toda la Iglesia Católica.


El siguiente texto fue tomado del sitio web de History:


Contiene esta descripción:

San Malaquías fallecía un día como hoy en Clairvaux, Francia, en el año 1148. A él se le atribuye la “Profecía de los Papas”, un escrito que consta de 112 lemas en latín que hacen alusión a la cantidad de Papas que habría, a partir de Celestino II, antes de la destrucción de Roma. En el último lema se menciona el fin de la Iglesia Católica y del mundo.

Según la profecía, el actual Papa Francisco sería el número 112, el último de la Iglesia Católica. En la última parte del texto puede leerse “La desolación del mundo, reinará Pedro el Romano, quien alimentará a las ovejas a través de muchas tribulaciones, después de lo cual se destruirá la ciudad de las siete colinas y el tremendo juez juzgará a su pueblo. Fin. Curiosamente, el nombre del actual Papa es un homenaje a San Francisco de Asís, quien había nacido con el nombre de Giovanni di Pietro di Bernardone. Pietro (Pedro, en italiano) está presente en este último lema apocalíptico de la Profecía de los Papas.

Aparentemente, el manuscrito de la Profecía había sido depositado en los archivos del Vaticano, donde permaneció hasta su redescubrimiento en el año 1590. Sin embargo, muchos afirman que este texto fue elaborado en el siglo XVI por el falsificador italiano Alfonso Ceccarelli como un intento de influenciar, sin éxito, a los cardenales del cónclave de septiembre de 1590, quienes eligieron al Papa Urbano VIII.

NOTA PERSONAL

A manera de reflexión compartí con ustedes los dos últimos textos, que me parecieron interesantes porque nos ayudarán a analizar un poco más la situación actual de la sociedad y de la Santa Iglesia Católica.