lunes, 20 de diciembre de 2010

Novena de Aguinaldos - Día Sexto



Jesús había sido concebido en Nazaret, domicilio de José y María, y allí era de creerse que había de nacer según todas las posibilidades. Más Dios lo tenía dispuesto de otra manera, y los profetas habían anunciado que el Mesías nacería en Belén de Judá, ciudad de David. Para que se cumpliera esta predicción Dios se sirvió de un medio que no parecía tener ninguna relación con el objeto, a saber: la orden dada por el emperador Augusto, de que todos los súbditos del imperio romano se empadronasen en el lugar de donde eran originarios.

María y José, como descendientes de David no estaban dispensados de ir a Belén; y ni la situación de la Virgen Santísima, ni la necesidad en que estaba José de trabajo diario que le aseguraba su subsistencia, pudo eximirlos de este largo y penoso viaje, en la estación más rigurosa e incómoda del año.

No ignoraba Jesús en qué lugar debía nacer, y así inspira a sus padres que se entreguen a la Providencia, y de esta manera concurran inconscientemente a la ejecución de sus designios. Almas interiores observad ese manejo del Divino Niño, porque es el más importante de la vida espiritual, aprended que Él se haya entregado a Dios, ya no ha de pertenecer a sí mismo, ni ha de querer a cada instante sino lo que Dios quiera para Él siguiéndole ciegamente, aún en las cosas exteriores, tales como el cambio de lugar donde quiera que le plazca conducirle. Ocasión tendréis de observar esta dependencia y esta fidelidad inviolable en toda la vida de Jesucristo, y éste es el punto sobre el cual se han esmerado en imitarle los santos y las almas verdaderamente interiores, renunciando absolutamente a su propia voluntad.
(Todo lo demás como el día 1°)

Novena de Aguinaldos - Día Quinto


Ya hemos visto la vida que llevaba el Niño Jesús en el seno de su purísima Madre. Veamos hoy también la vida que llevaba María durante el mismo espacio de tiempo. Necesidad hay de que nos detengamos en ella si queremos comprender en cuanto es posible nuestra limitada capacidad, los sublimes misterios de la Encarnación y el modo como hemos de corresponder a ellos.

María no cesaba de suspirar por el momento en que gozaría de esa visión beatífica terrestre: La faz de Dios Encarnado. Estaba a punto de ver aquella faz humana que había de iluminar el cielo durante toda la eternidad. Iba a leer el amor filial en aquellos mismos ojos cuyos rayos debían esparcir para siempre la felicidad en millones de elegidos, iba a ver aquel rostro todos los días, a todas horas, a cada instante durante muchos años. Iba a ver en la ignorancia aparente desde la infancia, en los encantos particulares de la juventud, en la serenidad reflexiva de la edad madura.

Había todo lo que quisiese de aquella faz divina; podría estrecharla contra la suya con toda la libertad del amor materno; cubriría de besos los labios que debían pronunciar la sentencia a todos los hombres; lo contemplaba a su gusto durante su sueño o despierto, hasta que lo hubiese aprendido de memoria. ¡Cuán ardiente deseaba ese día!

Tal era la vida de expectativa de María; era inaudita en sí misma, más no por eso dejaba de ser el tipo magnífico de toda vida cristiana. No nos contentemos con mirar a Jesús habitando en María, sino que pensemos que en nosotros también habita por esencia, potencia y presencia.

Si Jesús nace continuamente en nosotros por las buenas obras, que nos hace capaces de cumplir, y por nuestra cooperación con la gracia, la manera del alma del que se halla en gracia, es un seno perpetuo de María, un Belén interior sin fin.

Después de la comunión, Jesús habita en nosotros durante algunos instantes y sustancialmente como Dios y como Hombre, porque el mismo Niño que estaba en María, está también en el Santísimo Sacramento. ¿Qué es todo eso sino una participación de la vida de María durante esos maravillosos meses, y una expectativa tan llena de delicias como la suya?
(Todo lo demás como el día 1°)